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ESPECIAL PARA DIARIOANDINO

Redes "sociales"

¿Desconectarse de las redes es desaparecer virtualmente? En su columna semanal, Ale The Rose reflexiona sobre la batalla diaria de las relaciones virtuales y los vínculos de carne y hueso.
11/05/2018
Redes "sociales"

Hace no mucho estaba en Capital Federal por un congreso y siempre aprovecho a hacer cosas que en este sur de los sures son improbables de llevar adelante. Buenos Aires me invita a caminar por Corrientes, comer pizza (de verdad y con fainá), entrar a librerías y, por supuesto, viajar en subte. Ahí abajo, lugar distópico si los hay, esperaba la formación que me llevara de paseo hasta la estacón 9 de Julio, y la secuencia que dio letra para la nota de hoy fue la siguiente.

Ya en el vagón, hago un repaso rápido de las personas alrededor y me llama la atención una madre que tiene clavada la mirada en su pantallita (como casi el 95% de los autísticos pasajeros) y concentrada va aplastando caramelos de colores. Mientras tanto, a sus pies, en el cochecito y sin rendirse, un nene a los gritos le exige el teléfono con el mismo fervor con que sus antepasados en alguna época no muy lejana, reclamaron teta, chupete, osito o autito. La madre, para alivio de mis oídos y los de los pasajeros, gracias a Dios accede. Y ahora ese dedito que alguna vez se usó para ser chupado, se desliza hábilmente  por la superficie del iPhone. El nene juega y ama a su iPhone. Su mamá lo mima y embobada lo mira mirar la pantalla y, al ratito nomás, la tierna escena culmina cuando mamá deja de mirar al nene para mirar y amar a la misma pantallita pero esta vez con lágrimas en sus ojos.

Semanas después, ya en casa, una noche antes de acostarme, mientras recuerdo mi infancia con juegos de mesa unplugged, el sonido óseo de los dados al girar y el peso y volúmenes tangibles de las piezas de ajedrez entre los dedos, digo, me asomo al cuarto de la nena para saludarla y siento esa cosa rara de que mirar ahí adentro es como quien desciende al fondo del lago oscuro. Y ahí estaba ella, cortinas corridas, sin percatarse de mi presencia y sólo el resplandor flúo de alguna red social iluminando su hermosa cara, lista para una combativa adolescencia. Esa edad en la que, advierten por ahí, no sólo florece el acné sino, también, los brotes psicóticos y las ganas de llevar un rifle al colegio para sorprender a tus amiguitos. La culpa, dicen, puede estar en el exceso de exposición a las insociales redes. No estoy tan seguro de eso, me parece una manera como demasiado fácil de conjurar al monstruo, aunque sí estoy ya cansado de que de unos años a esta parte la vida pase por estar metidos en ellas viendo la vida de los otros.

Al otro día y con semejante ánimo, en un momento de descanso leí una nota del New York Times acerca del ghosting. En castellano sería algo así como fantasmear, pero que bien lejos está de castillos góticos y muy cerca de laboratorios hi tech. Es decir, quemar todos los puentes o vínculos virtuales e informáticos con el que alguna vez fue un ser querido (léase, novia/o, amante, familiar, amigo, etc). No responder a whatsapp, ni a tweets, ni a mensajes de textos ni a nada y, a diferencia de muchos fantasmagóricos espectros, desaparecer y no aparecer justamente. Generar susto más por ausencia que por presencia. Es como morirse, ponele, pero a la vez recordarle al otro, todo el tiempo, que seguís vivito y coleando para todos los demás. Y que, en realidad, es sólo a ese otro al que mataste, bloqueaste, tachaste, borraste. Chau. A otra cosa, cambio y fuera y afuera.

La nota seguía diciendo que esta costumbre es cada vez más común. Y que hay un porcentaje más que importante de gente que ya fantasmeó a alguien. Y advertía que las nuevas tecnologías facilitan estos modos de despido sin despedida. El silencio absoluto y oscuro donde antes hubo claras explicaciones, estrategias y disculpas. Todo aquello que hasta no hace mucho solía conocerse como... ¿cómo era?... ah, sí sí: relaciones humanas.

Y la verdad que, en cierto sentido, me siento el más vivo de los fantasmas de última generación: no puedo fantasmear a nadie y desaparecer porque estoy muy poco por ahí. Lo “necesario” en Facebook, nada en Twitter ni en Snapchat, poco en whatsapp, en fin, casi la nada misma. Sigo dejando notitas recordatorias junto al teléfono que sólo es teléfono de verdad, o con un imán en la puerta de la heladera y pese a la cara de Naty, la lista de las compras las anoto en un papelito. Y, ah, leí hace poco en BAE Negocios, que la Argentina está entre los 5 países de mundo en población de smartphones y que en cuanto a las preferencias vernáculas, las redes sociales más populares son “Facebook e Instagram, con 61% de utilización total, y en mensajería Whatsapp se ubica con un 90% de uso preferencial”. Lo triste es que sólo el 24 por ciento de estos usuarios argentinos opta por la comunicación en carne y hueso a la hora de decirse algo. Estadísticas aparte, pienso, que cada vez falta menos para que se escriba la última carta en papel y tinta y… ok, estoy desconectado de la realidad, de esta realidad conectada.

 Leí por ahí (mientras me acuerdo que la nena pidió su primer celular siendo muy nena, mucho antes de sus quince, nuevo rito de crecimiento que vendría a ser la versión aggiornada de aquellos primeros pantalones largos en los varoncitos), decía, que leí sobre padres descolocados por las nuevas conductas de sus vagos vástagos imposibles de desenchufar. Todos ellos juran y perjuran que les entregaron a sus más o menos pequeños un celu para poder tenerlos ubicados y a mano y a la vista. Pero a la vez, no pueden creer las fotos y filmaciones que estos nenes y nenas suben y bajan de las redes, las cosas que escriben, los amigos que hacen y los enemigos que deshacen.

Doy fé que algunos padres, al entrar ahí y ver, el pelo se les pone verde inmediatamente y no pueden dar crédito a lo que están viendo. A todo esto los expertos aconsejan que no se tenga, o se sea abducido, por un celular hasta los dieciséis años, pero la realidad es que a los catorce el 83% y a los diez el 30% y a los cinco el 72% (si, leíste bien), ya tiene su pulgar debidamente entrenado y musculoso. Y hay más, un porcentaje altísimo se conecta unas ciento cincuenta veces al día y duerme con el celu en vibrador abajo de la almohada y lo primero que hace al despertar es ver quién escribió qué cosa. Y, de todos estos, un tercio al menos no tiene la menor idea de quién es la tercera parte de sus contactos.

 Y, sí, basta…..me acuerdo que cuando era chico mis viejos me decían que no hablase con extraños.

 La opción, claro, es desconectarse. No es fácil y cuesta casi tanto como creerle a esta nueva camada de políticos sin corbata que todo va a salir bien con el FMI o como creerle a Kicillof que, en realidad, la posta económica la tenía él, pero claro, no tuvo tiempo. Pero insisto, con los chicos no es tan fácil porque además de que nosotros, “los adultos”, también estamos enganchados, decía, estos pibes piensan que, de no estar conectados, pueden convertirse en algo así como excluidos sociales, en juguetes que ya no tienen pilas.

Mientras tanto y hasta quien sabe cuando, tengo el placer de todas las semanas ir a buscar a la nena al gimnasio y al volver a casa en el auto, los dos solos en un viaje corto de no más de 10 minutos, imagino una conversación. Pero, en cambio, esos minutos sí son suficientes para que ella saque su celular al subirse y vea quien escribió qué cosa a quien o quién invadió su red social para librar una batalla desigual. Seres que a decir verdad, ni piensan en invadirnos porque ya nos invadimos a nosotros mismos. Y todo parece indicar que vamos perdiendo y venimos llorando como aquel bebé del subte.

Así y todo, trato de convencerme de que hay futuro.

El problema, aparte de que la luz y la nafta están cada vez más caras, es que hay que viajar muy lejos para alcanzarlo.

 Ale The Rose

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