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La historia de Jean Pierre: De regreso en La Patagonia y expedición en Ruca Choroy

En esta entrega, Jean Pierre Raemdonck narra su regreso a la localidad y
20/02/2021
La historia de Jean Pierre: De regreso en La Patagonia y expedición en Ruca Choroy

Con pocos recursos, Barreto había construido una escuela hogar para chicos de la región. Todo era muy precario. Barreto misionaba en los alrededores y construía su misión con los aportes de la “Providencia”. Tres maestras, mal pagadas, pero llenas de ideales, cumplían el papel de cocinera, maestra, mamá, enfermera, etc. Para esos chicos que las adoraban tanto, que incluso algunos  no querían volver a su casa. La dedicación heroica de estas maestras, viviendo sin ningún confort en la Cordillera, donde hay que luchar contra el viento, las lluvias y el frío en invierno, a miles de kilómetros de su familia, era magnífica. Una de ellas se llamaba Quica, hija de una familia numerosa de Jesús María, en los alrededores de Córdoba, siempre sonriente, cantaba con su guitarra y hacía la felicidad de todos. Me encantó desde nuestro primer encuentro. Nos escribíamos lindas cartas y cuando la ocasión se presentaba, iba a dar una mano en la misión. Un día, Quica apareció en La Angostura y me acompañó a bordo del Pelícano. No sé porque, le dije que era mejor que no nos viéramos más. No sé qué mosca me había picado. Poco después, Quica se enamoró de un ex seminarista jesuita. Me mordí los dedos, pero ya era demasiado tarde. Seguramente que el destino había decidido así. Quica se casó poco tiempo después y encontró su felicidad entre sus numerosos hijos. 

Existe en la Patagonia como en el resto del país muchas escuelitas rurales parecidas a la del Malleo, donde jóvenes con mucho ideal, hacen sus primeros pasos de “Maestras”. Verdadero apostolado en el anonimato. 

A título documental les traduzco una carta que mandé a mis padres en el año 1971:

Las Coloradas 8 de octubre 1971. Queridos Padres. No  pueden imaginar de donde les estoy escribiendo. Después de varias aventuras que le voy a contar, me encuentro ahora en una estancia perdida en la Cordillera. Como de costumbre en estas zonas, mis anfitriones son gente encantadora, acostumbrados a la vida dura y a los sacrificios.

Como les había escrito, el padre Héctor me había vendido un tractor italiano “Landini” del año 1930, con la condición de ir a buscarlo en la misión de uno de sus colegas, misionero en plena Cordillera, a los dos mil metros de altitud, lugar retirado de toda civilización, escondido detrás de varias cadenas montañosas, donde se refugiaron unas tribus araucanas, perseguidas por la conquista militar del siglo XIX. Un difícil camino conduce a ese lugar inhóspito que varias veces se corta por avalanchas, lluvias intensas, nieve, ríos crecidos, etc. Desde Zapala, son doscientos kilómetros por montes y por valles, sin estaciones de servicio, ni talleres, ni médico. Nada más que la montaña con un viento frío. Un camino de piedras, barro y nieve. 

El compatriota de Héctor, el Padre Valerio, ofrece a estos indígenas abandonados del mundo, una ayuda increíble. Valerio, ex boxeador en Italia, realizó allí arriba, varios edificios, canales de irrigaciones, una quinta y nada menos que una usina eléctrica para toda la población y para alimentar una carpintería todavía en construcción. También realizó un puente de cincuenta metros en la entrada de la reserva. Ahora, después de haber aportado tanto a la parte material, este ingenioso apóstol decidió dedicarse más a lo espiritual. Él dice que no hay que precipitar nada. Hay que esperar que con el tiempo, esta población recupere sus años de atraso. Si eso ocurre algún día, será gracias a un pequeño boxeador, ayudado por la Iglesia y  muchos de sus amigos italianos.

Mi aventura empezó, hace una semana, cuando salí de Angostura con mi camión Magirus por la ruta de los siete lagos, todavía en muy mal estado después del riguroso invierno que habíamos tenido. En San Martin, vendí la leña que había cargado para tener una mejor adherencia en las subidas con barro. De San Martín hasta Zapala, el camión descargado saltaba de un lado a otro y después de dieciséis horas al volante, llegué con algunos dolores de espalda a Zapala donde me tenía que encontrar con el Padre Héctor, que no había llegado. Sin embargo, le había mandado un telegrama hacia tres días. Llamé al Obispado, donde justamente se encontraba Héctor, que recién había recibido mi telegrama. Me alojé en el hotel de Zapala y Héctor apareció al día siguiente, acompañado de Filippo Costa, miembro de la famosa familia italiana millonaria, dueña de la “línea  marítima C”. Filippo, después de su formación de economista en Italia,  había venido a ayudar a Héctor en Neuquén. Entre los tres, cargamos  tres mil kilos de cemento, porque no había personal disponible antes de la tarde y al medio día salimos con unos sandwiches, unos bidones de combustibles y algunos paquetes para Valerio. El camino era malísimo con piedras filosas que nos reventó una cubierta trasera. Con la esperanza que mi rueda de auxilio aguantara hasta el regreso, cambiamos la rueda de ochenta kilos, en media hora. Estábamos congelados y arrancamos. Héctor y Filippo prepararon unos sandwiches con un destornillador, por no tener cuchillo y apareció la primera subida. Tuvimos que  subirla en segunda a doce kilómetros/hora. Subimos así durante más de una hora. Cuando vino por fin la bajada, la tuvimos que bajar a quince kilómetros/hora para frenar con el motor por el peso del camión con su carga,  esto nos llevó  otra hora más. Después de seguir el curso de un río en un lindo valle con praderas y algunas casitas aisladas, tuvimos que volver a subir. Se trataba de las montañas de Catanlil. La cuesta era más inclinada todavía y tuvimos que poner la primera. Subimos a cinco kilómetros/hora durante dos horas para llegar a un punto culminante, en la nieve. El paisaje era único. Rápidamente sacamos una foto. Hacía mucho frío y volvimos rápidamente a la cabina del camión para emprender una bajada tan inclinada como la subida. Abajo aparecía el camino como una pista de aterrizaje. Así siguió el viaje hasta Aluminé, donde en uno de los dos almacenes compramos unos víveres y nos informamos sobre la última etapa hasta Ruca Choroy, donde nos esperaba Valerio.  Nos faltaban, solamente 25 kilómetros que nos tomaron dos horas y media. Era un pequeño sendero entre  estancias con sus tranqueras que había que abrir y cerrar. En el anochecer, con pocas luces del camión, pues varias se habían quemada por el sacudido. Levantamos un campesino, muy contento de sentarse encima del cemento. ¡Y milagro, apareció una luz! No podía ser otra que la misión. Valerio había escuchado el ruido del camión y había prendido todas las luces. Lo abrazamos y preparamos en el hogar, una tortilla acompañada de las primeras lechugas de la quinta de Valerio. 

Al tercer día, llegó el momento de la presentación del tractor negociado con Héctor, por el valor de las tres toneladas de cemento entregadas a domicilio. El tractor parecía en perfecto estado a pesar de sus cuarenta y un años de edad, pero se negaba a arrancar para subir al camión. Parecía que no quería abandonar la misión. No poseía neumáticos, las llantas traseras tenían grandes puntas de acero, listas para morder el suelo.

 


El Padre Héctor al volante del Tractor Landini 1930.

El motor un mono cilindro horizontal de dos tiempos diesel arrancaba después del calentamiento de la tapa de cilindro, con una lámpara de kerosene durante por lo menos quince minutos. Desgraciadamente, sin duda por nuestra falta de experiencia, la altitud y el frío, el motor seguía negándose. El modo de uso, era el siguiente. Primero: calentar la tapa de cilindro. Segundo: mover el volante del motor hasta la compresión y accionar una palanca de la bomba de gasoil. Seguir moviendo el volante hasta una primera explosión. En caso que el motor arrancaba en sentido contrario, cortar el acelerador durante una media vuelta del volante y volver a acelerar.  Después de tres horas sin resultado, el motor arrancó en sentido contrario, Héctor que había leído el manual, enderezó el sentido, pero poco después por una razón desconocida el motor se paró definitivamente. En realidad, se había condensado agua en el tanque durante el invierno. Pasamos así el resto del día bajo la lluvia, probando de arrancar esta máquina con agua. Llegó la noche y tuvimos que abandonar. Teníamos que cargar el tractor sin la ayuda de su motor. Al día siguiente, lo remolcamos  hasta un lugar elevado. El camión patinaba en el barro y la nieve. Había que ayudar con palancas bajo un temporal intermitente de nieve. Por fin, a las doce, la máquina se encontraba cargada y Valerio nos invitaba  unos spaguetti a la italiana con la muy poquita carne que le quedaba. Abrazamos Valerio y salimos hacia la civilización por el mismo camino, mas barroso todavía que a la ida. 

A cien kilómetros antes de Zapala, un gendarme nos aconsejó un camino más corto y menos montañoso. Seguimos su consejo, pero después de cincuenta kilómetros, cruzando un pequeño río, una rueda trasera cayó en un pozo de un metro de profundidad y nos encontramos empantanados, sin esperanza de auxilio. Ya era noche y a lo lejos veíamos una luz. Sin duda el casco de una estancia. Me fui caminando  a buscar la ayuda de un tractor o de una yunta de bueyes. Caminé un kilómetro por unas praderas y llegué finalmente al casco. Todo se encontraba bien cuidado y bien construido. En el living iluminado, había buenos sillones y el hogar estaba prendido. A la entrada había un pequeño anuncio de bienvenida. Una señora me abrió y llamó su marido que llamó a dos jóvenes, de los cuales, por casualidad, uno me conocía. Él me recordaba que el año anterior había accidentado su vehículo en frente a los Tres Mosqueteros. Inmediatamente el señor, muy amable, arrancó su camioneta y salimos hacía una pequeña población donde justamente se encontraban algunos militares con un camión. Expliqué al chofer el problema agregando que el Padre Héctor me mandó, visto que se encontraba  todavía  convaleciente de una operación. El chofer aceptó enseguida y todos juntos encontramos a Héctor y Filippo, medio congelados en la cabina del camión. 

El Magirus-Deutz empantanado.

 Pocos minutos después, podíamos continuar. Ya era tarde y no había lugar donde alojar. Seguimos, esperando encontrar un alojamiento en “Las Coloradas”, pueblito de ciento sesenta habitantes a la orilla del Rio Catanlil.  Cuando llegamos a Las Coloradas, todo el mundo dormía. Nos perdimos hasta el momento que apareció una luz. Era un puesto policial a la entrada de un puente de madera sobre el Rio Catanlil. El sargento de guardia nos aconsejó  no pasar por el puente, porque estaba muy podrido. No nos quedaba otra que vadear el Catanlil, de cien metros de ancho y de un metro de profundidad.  Eso de noche. Lo que no hay que hacer en la obscuridad. La lección que me quedó para siempre. Pero estábamos cansados y a solamente  30 kilómetros de la ruta asfaltada. Nos arriesgamos, cruzamos casi todo el río y de repente el camión quedó empantanado en un banco de arena, pero ahora sin ninguna esperanza de auxilio. El sargento llegó con su linterna a la orilla de en frente y con grandes gritos en la noche, nos explicó nuestra equivocación..

El Magirus-Deutz empantanado en el Rio Catanlil.

Bariloche, domingo 10 de octubre 1971:    Recién anoche llegué a  la casa de los Garagnani. Hoy me pidieron de participar esta tarde en un motocross en Llao-Llao. Ahora escucho las campanas de la nueva Parroquia del Ñireco, que llama a los vecinos para su misa inaugural.  Por la ventana veo llegar monseñor Allman, Obispo de la Provincia de Río Negro.  Esa importante ceremonia para el barrio, terminó con el himno nacional, tocado por la banda militar, seguida de una comida a la canasta con los vecinos. Bariloche es realmente diferente del resto de la Cordillera. No pueden imaginar, lo que vi y escuché durante esa campaña de vacunación,  de una escuelita a otra, a través de los campos, vacunando. A pesar de la pena de prisión para los que no traían sus chicos, varios faltaban y tuvimos que ir por senderos angostos de rancho en rancho. Además muchos no estaban en sus domicilios, porque era primavera, la época del alumbramiento de las cabras que es más importante para ellos que una obligación de vacunación que no entienden, a pesar de las explicaciones de mis compañeras. Ellas preocupadas por la vida de sus hijos y ellos por la vida de sus cabras. 

El día siguiente, con la ayuda de dos camiones militares pudimos retirar el mío del río. Tenía agua por todas partes, en la caja de cambio, en el diferencial y en el motor. Tuve que poner aceite nuevo después de una limpieza con gasoil  de estas partes. El intendente me invitó otra vez a comer. El asado de cordero era excelente. Me  despedí, agradeciendo haber encontrado esta buena gente. Después de los 30 km de tierra, llegando a la ruta asfaltada, el camión sigue saltando. Me doy cuenta que nos habíamos olvidado de reapretar la rueda cambiada al principio del viaje. Los agujeros de la rueda se ovalaron. Decidí sacarla y hacer los doscientos kilómetros restantes hasta Bariloche sin esa rueda trasera. Llegué así a Bariloche al anochecer, recibido por Irma con una buena cena.

Miércoles 13 de octubre 1971: Por fin, termino esta larga carta. 

Ayer, 12 de octubre, día de la raza, corrimos un segundo motocross. El del domingo, lo gané y hoy llegué segundo. Muchos turistas que no conocían ese deporte, nos felicitaron. La cantidad de adeptos aumentan con cada carrera. Me parece que nada, en Argentina, puede  frenar esa disciplina. Creo que es mi primer logro desde mi llegada. Para el resto, paso mi tiempo reparando cosas. Lunes, lo pasé reparando el camión, porque cuando salió del Catanlil, olvidé de limpiar el burro de arranque y ahora hay que rebobinarlo. También empecé a revisar el tractor. Para estos trabajos, aprovecho la amabilidad de mi amigo mecánico Arturo Piest  que me presta su taller, incluidos sus buenos consejos. Arturo es un personaje único. Muy buen mecánico, bueno como el pan, siempre dispuesto a solucionar los problemas de todos.  Con su saber y su bondad, vive muy humildemente, acumulando amigos”.

Después de esa larga carta, volvamos a mayo de 1968, cuando Michel había acompañado a Mamá a su regreso a Bélgica. Michel  aprovechó su estadía en Bruselas para hacer prácticas de pastelería en dos establecimientos de primer nivel.

Por mi lado, volviendo a La Angostura, me daba cuenta que habíamos hecho mejores negocios con nuestras compras inmobiliarias que trabajando. La compra del edificio de los Tres Mosqueteros más dos lindos terrenos con costa al lago en Bahía Las Balsas y el local/departamento en Bariloche, todo eso con poca plata. Para entender el porqué de estos precios ventajosos en esa década de 1960, hay que ubicarse en la historia de la zona. Una historia que empieza, un poco más de medio siglo antes de 1960.

Durante el siglo XIX, los pocos habitantes que se concentraban en el centro del país, no se interesaban en las tierras lejanas, pobladas por los aborígenes. A algunos cientos de kilómetros de Buenos Aires había una verdadera frontera que separaba los estancieros de los aborígenes. Estos conocían la Patagonia de punta a punta y llevaban vacunos robados de las estancias hacía el sur de Chile. Solamente en 1879, el gobierno tomó la decisión de expulsar militarmente esas tribus hacía el suroeste de la Patagonia. Después de esta “Campaña del Desierto”, como la llamaron, los argentinos podían descubrir y colonizar la Patagonia. Fue lamentable para la nación, no haber podido negociar una paz verdadera y duradera con estos indígenas, como lo hicieron las colonias galesas en la zona de Rawson y Puerto Madryn, que lograron convivir con ellos. 

Hasta el descubrimiento del Nahuel Huapi por Perito Moreno en 1875, los argentinos no conocían el lago. Cuando del otro lado de la Cordillera, el conquistador español Pedro de Valdivia, después de la fundación de Santiago en 1541, fundó Valparaíso en 1552. Poco después nacían Osorno y Puerto Montt, seguido de Castro en 1567. 

Es así que durante el siglo XVI, ya aparecían patrullas militares españolas cruzando la Cordillera en búsqueda de indígenas para trabajar como esclavos en las explotaciones agrícolas de los colonos y las minas de oro en Perú.  En ese siglo XVI, ya habían venido unos misioneros franciscanos hacia nuestro lado y en 1670 el misionero jesuita Mascardi, vino de Chiloé a instalar una  misión en la costa del Nahuel Huapi. Fueron 300 años antes del descubrimiento de Perito Moreno. Chile, siendo un país angosto entre el Pacífico y la Cordillera, su colonización había sido rápida. Las tribus mapuches de Chile, empujados por la colonización española entraron en Argentina. 

En resumen, los chilenos ya estaban alrededor del lago desde el siglo XVI. A principio del siglo XX, el gobierno argentino temiendo que su territorio sea ocupado por Chile, creó el 9 de abril de 1902 “La colonia Ganadera/Agrícola Nahuel Huapi”  para ocupar la zona.  La mayoría de los lotes eran de 625 hectáreas, generalmente muy boscosos, lejos de la civilización y poco lucrativo para los colonos. Ellos tenían que deforestar, serruchar la madera para construir sus casas, galpones, cercos, embarcaciones, criar animales, hacer reservas para pasar el invierno, cosechar para alimentar sus familias, defenderse de los indios y bandidos, educar sus hijos, etc. Y más que todo! no desanimarse!  

En Chile, la colonización se había hecho de manera progresiva desde Santiago hacia el sur, cada nueva colonización se apoyaba sobre las colonias ya organizadas. Pero de nuestro  lado los colones se encontraban separados de la civilización por un desierto de varios cientos de kilómetros. Estaban como Robinson Crusoe sobre su isla. Una herramienta rota o perdida era un drama. Además, a quien vender su producción, si todos hacían lo mismo. Por suerte al mismo tiempo se desarrollaba el pueblo de Bariloche con la primera casa de comercio con servicio lacustre de la “Compañía Chilena/Argentina” que mejoró la vida de los colones. En 1914 el gobierno argentino puso por fin un barco que daba la vuelta del lago dos veces por semana. Poco a poco llegaba el progreso. En 1936 entraba a Bariloche el primer tren. Con el ferrocarril iban a llegar los turistas. Treinta años antes, los colonos llegaban en carretas de bueyes.

En 1934, desgraciadamente para estos valientes colonos, el gobierno votó la ley 12103, restringiendo las actividades ganadera/agrícola en los Parques Nacionales. Los colonos, durante años habían deforestados sus lotes para cultivar y criar animales, ahora Parques Nacionales les prohibían esas prácticas. 

El tren y la organización de los Parques Nacionales ponían fin a la época heroica y romántica de los pioneros de las colonias del Nahuel Huapi. Sus tierras valían muy poco, mientras que Bariloche se transformaba en un Centro Turístico con agencias de turismo y  hoteles.

En 1924 el gran visionario y pionero “Primo Capraro” abre el “Hotel Correntoso, el primero de la zona. Y el 15 de mayo de 1932 inaugura la oficina de radiotelegráfica y correo que dio nacimiento a Villa la Angostura.  

En 1940, Parques Nacionales, bajo la presidencia de Exequiel Bustillo, amplia el camino desde el Limay hasta Villa La  Angostura. Exequiel Bustillo había comprado los lotes pastoriles 12 y 13 y contagiaba su entusiasmo a sus amigos y conocidos para que construyan los primeros chalets de veraneo en los alrededores. Lo que dio vida a La Angostura, dando trabajos y servicios varios a la población. Actividad que fue interrumpida durante la época del peronismo. 

A mi llegada en 1961, el pueblo, todavía no había salido del letargo en la cual la había dejado el régimen peronista. Las familias de los propietarios de los chalets que habían podido mantener o recuperar su propiedad ahora venían a veranear. Los pocos habitantes de Angostura se ponían a su servicio, como también al servicio de los tres hoteles: El Correntoso, La Granja y el Hotel Angostura. Esos meses de verano permitía la existencia de tres almacenes y de la Estación de Servicio del Automóvil Club. A parte la oficina de telégrafo, teléfono y correo, el pueblo tenía un solo agente de policía, una capilla, una escuelita, un juez de paz con registro civil, una sala de primer auxilio con un médico, un club deportivo, tres camiones, tres autos y un servicio de transporte que hacía tres viajes a Bariloche por semana desde 1956. 

Mariano Barría con su Colectivo Leyland.

Sin olvidar la usina eléctrica que funcionaba de la 08.00 hs, hasta a las 12.00 hs  y de las 17.00 hs. a las 22.00 hs. La Comisión de Fomento, atendido por una secretaria, se ocupaba del mantenimiento de las calles y agua corriente. Eran muy pocos empleados para los 600 habitantes del lugar. El Delegado de la Comisión de Fomento aparecía el viernes a la tarde. La industria principal era el trabajo de la madera para calefacción, aserradero y carpintería. Muchas familias tenían su quinta y vendían sus productos. Cada uno vivía de su trabajo y los almaceneros llevaban en grandes libros las cuentas de sus clientes. Ellos sabían esperar las cancelaciones de esas cuentas hasta el verano.     

A pesar del camino de tierra que nos unía con Bariloche, el pueblo estaba aislado del resto del país. Nadie parecía interesarse en este magnífico rincón, situado en medio del Parque Nacional Nahuel Huapi, que reglamentaba sus diversas actividades. Los habitantes eran en mayoría de origen chileno, muy ingeniosos para arreglarse con poco, muy respetuosos y con quienes me llevaba bien. Todo el mundo siempre listo para ayudarse. 

En 1942, poco antes del régimen peronista, se habían realizado algunos loteos. Muchos de los primeros compradores habían fallecidos o ya no tenían interés en construir su segunda residencia sobre esos lotes. Es así que era fácil adquirir lindos lotes a muy buen precio. Las grandes agencias inmobiliarias de Buenos Aires no habían llegado todavía.

En 1966, cuando la ruta asfaltada llegó a Bariloche, esas agencias vendieron rápidamente los alrededores de esa ciudad. Poco después esas agencias aparecían en La Angostura. Los lotes se vendían en Buenos Aires y los compradores, venían a descubrir sus adquisiciones. Lo que era para ellos un programa clásico de vacaciones. Habían hecho esas compras con poco dinero, especulando que con el tiempo sus inversiones iban a dar sus frutos. No se equivocaron. Ahora son en gran parte los nietos de ellos que aprovechan esas buenas inversiones de los años 1960. En realidad, aprovechan los progresos realizados durante medio siglo. “Time is money”. Esos nuevos habitantes encuentran normal este progreso y son, muchas veces los primeros a reclamar si algo no funciona.

Es así que en el año 1968, compré  un lote sobre la ruta, a solamente 500 metros del Automóvil Club. El precio era 500 dólares y justamente mi tía Jeanne me había regalado esta suma para mi cumpleaños. 

En aquel entonces hacía muchos fletes lacustres y el aserradero del Machete me pagaba  con maderas. Las aproveché para construir mi primera casa de 5 x 9 metros de dos pisos. El agrimensor midió el terreno y me indicó el lugar donde edificarla. Apenas, la casa terminada, me di cuenta que la mitad se encontraba en el terreno vecino. Después de largas negociaciones, el vecino me vendió el pedazo de terreno que ocupaba mi casa.

Mi primera casa “Home Made”.

Poco después, pude realizar la compra de un conjunto de 9 lotes en la zona de Bahía Las Balsas. El negocio era muy bueno con la ventaja de poder pagarlos en 12 cuotas. Desgraciadamente me costó más de 30 años conseguir las escrituras.  Para conseguir algunos de estos títulos de propiedad, fue necesario buscar los herederos de los vendedores fallecidos.      

Para volverse realmente dueño de esos 9 lotes, además de las escrituras, había que resolver otro problema. El loteo era del año 1942 y ninguno de los propietarios había venido a ocupar su lote. El loteo se había transformado en la tierra de nadie y de todos. Por suerte no vivía nadie sobre esos terrenos, pero algunos pobladores ocupaban el loteo como pastoreo o para buscar leña. Las vacas de Don Tolosa, pastoreaban en mis terrenos. En realidad Don Tolosa, dueño y señor, arriba de su caballo, me consideraba como un intruso en su estancia. Sin embargo, como buen vecino, aceptaba mi derecho, con la condición de dejarle pastorear sus vacas. El problema fue cuando empecé a cercar dos lotes de 5 hectáreas cada uno. Un buen gaucho,  Bustamante que había hecho cercos toda su vida, se ofreció para este trabajo. Su único problema era el vino. Para que vaya lo menos posible al pueblo, le construí una casita en el medio del terreno. 

 

Bustamante cercando el terreno.

Don Bustamente se quedó muchos años, cuidando y haciendo el cerco de 7 alambres, con varillas de coihué cada metro y buenos postes de ciprés. Hoy, cincuenta años más tarde, el cerco está todavía. Como el terreno estaba cubierto de ñires, el Guardaparque Williams, vecino de “Los Tres Mosqueteros”, autorizó cortar las plantas secas. Contraté uno de los buenos hachadores de La Angostura, quien cobraba por metros cúbicos de leña apilada, lo que era costumbre en esa época. Cuando volví, poco tiempo después, mi potente hachador había cortado todos los ñires. No quedaba ninguno. Lógicamente le convenía producir al máximo. Eso representaba varias toneladas de leña para calefacción que se podía vender en Bariloche. Decidí usar el Pelícano para hacer el transporte hasta  Bariloche donde la podíamos distribuir con el camión.

El Pelícano en Bahía Las Balsas

No me imaginaba todo el trabajo que eso representaba. Bahía Las Balsas se encontraba a 200 metros. Tuvimos que hacer un muelle para cargar el lanchón, transformar Clorofila en camioneta, contratar personal. Uno de los cuales era el jovencito Miguel Martínez, hoy dueño de la agencia inmobiliaria “INAMOT”, que manejaba con mucha habilidad la camioneta en marcha atrás sobre el muelle, sin caer al lago.

 

El padre de Miguel era gerente del ACA. Miguel  estacionaba Clorofila en la subida de la capilla de la Virgen Niña para arrancarla a la mañana. Pero una noche, el “Sordo-Mudo” arrancó Clorofila que se estrelló contra el cerco de Silvia Capraro. Por suerte el chofer intruso salió indemne. El accidente podía haber sido dramático si Clorofila hubiera chocado el surtidor de nafta del ACA, provocando un incendio que hubiera sido imposible apagar con los pocos medios con los que disponían nuestros bomberos.


Clorofila después del accidente.

En realidad, hacíamos mucho con poco para ganar poco, pero con el reconocimiento de nuestra clientela agradecida. Todos se conocían y mantener buenas relaciones era importante.

Después de esa deforestación, no me quedaba otra que replantar. Decidí hacer una plantación de pino “Oregón” que me regalaba  Cumelén. Pensaba: “Time is money”. Un día cuando estábamos plantando, pasaron por casa, cuatro jóvenes que iban a dedo al Bolsón, muertos de hambre. Les di de comer y para agradecerme se ofrecieron a ayudarme en la plantación. Seguramente que desde varias semanas no comían o comían mal. Además de su mal estado físico les faltaba habilidad. Recuerdo que tenían sobretodos largos y cuando apretaban el pie sobre la pala, apretaban también el sobretodo y se quedaban trabados. Nos reíamos hasta que nos contaron que consumían drogas y que les esperaban unos amigos en el Bolsón. En ese momento no pensaba que una parte de la madera de esos pinos iban a servir cuarenta años después para construir unos edificios para una comunidad terapéutica para la rehabilitación de  adictos. ¿Quién hubiera pensado eso cuando me podrían haber reprochado haber deforestado tanto?  “No hay mal que por bien no venga”.

 Fuente:https://jpraemdonck.blogspot.com/

 

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