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DÍA DE LA MEMORIA

"Narración sobre un 24 de marzo, una ruta, las metáforas y la mirada compartida con el niño que fui"

El 24 de marzo de 1976 cambió la vida para siempre. Emilio Molla escribe sobre aquella fatídica fecha, desde su historia personal.
24/03/2021
"Narración sobre un 24 de marzo, una ruta, las metáforas y la mirada compartida con el niño que fui"

 

La primer semana de un mes de Enero de 1972 mis padres se casaron en una ciudad de aquí lejana. Su luna de miel fue un viaje de trabajo, mis primeras horas en el vientre materno pertenecen a un tiempo y espacio, y un proyecto de ruta. Si, de ruta, y no es una metáfora, una ruta por la cual transitan vehículos. En esa ciudad lejana llamada La Plata la cosa estaba agitada ya, aunque estaba por regresar la democracia, nada agita más que la libertad. Un sitio con nombre gracioso, Cholila, un lago con nombre de insecto y el inicio de un cuento como cualquier otro, como el de cualquier otro.

Los proyectos se suceden, pero los niños deben nacer en sitio seguro. Regresaron a La Plata, allí fui yo, un nonato no opone resistencia, y nada tiene para opinar sobre ninguna cosa más que “patear” de vez en cuando. Nací en medio de un desalojo, cesárea de urgencia, nadie pregunta hacia donde Querés ir, sólo es hacia afuera y no motu propio. Ahí estuvo a punto de cambiar nuestras vidas por vez primera, bah, la mía de quedarse en el largador. Perder lo que no tenía, perder nuestra vida, pero la conservamos.

A los dos años de edad mi padre me llevó a su trabajo, aún recuerdo la botadura de ese barco. En mi recuerdo era inmenso, mi padre luego me contó que era muy grande de verdad. Todos amábamos el astillero, aunque mi madre imagino que amaba más la escuela y sus alumnos. Yo tenía cuatro abuelos, tres bisabuelos, más primos que los que se cuentan con los dedos de las manos, vivíamos en un departamento cerca de la catedral.

Se mataba, en la ciudad, en la Argentina, se mataba. Civiles, no civiles, para policiales. Regresó un general que llevaba muchas décadas de civil. Una vez asaltaron la ferretería de la esquina, estábamos allí. Apuntaron a mi madre y a mi con un arma, no es posible que lo recuerde, mis padres nunca lo olvidaron. Tampoco nunca olvidaron al automóvil que cerca de la petroquímica embistió de frente el automóvil en que viajábamos. Mi madre impactó el parabrisas, yo una cosa que llaman torpedo, mi tío contra el volante. Ahí pudieron cambiar nuestras vidas, pero las salvamos. No fue fácil ni gratis, pero fue así.

Un verano en que la muerte se hacía cada día más común y prolífica en la ciudad, a mi abuelo, que no se llamaba Ingeniero ni Aguiar, ni Ernesto (aunque un escrito dijo que era importante llamarse así) ni conducía un vehículo color naranja, se llamaba Emilio, “le salió” un estudio de camino en un sitio recóndito en una Provincia lejana en la que él se encontraba trabajando el día en que nací. Una Provincia que escuchaba mencionar con mis oídos de niño, con sitios de nombres extraños, Cortaderas, Rahue, Zapala. Un proyecto, un estudio para trazar una ruta, sin metáforas, un camino para que transiten vehículos.

Mi padre nos subió al auto, un automóvil de color celeste, su marca era Borgward, así que nos subimos al borguar de dos puertas con mis padres y  mi tío más joven, el hermano menor de mi madre doce años mayor que yo. Viajamos durante diez días y arribamos a la casa de madera con troncos a la vista junto al arroyo de nombre gracioso en un barrio de nombre aún más gracioso en un pueblo de nombre extraño, Colorado, Las Piedritas, Villa La Angostura. Allí comenzamos a alejarnos de nuestras vidas.

Descubrí una montaña, una cascada que se precipitaba en un abismo oscuro, bosques altos y espesos, un señor rubio de lentes muy muy delgado y alto, un señor con nombre de triunfo que un día llegó y mató a mi amigo perruno por un conflicto ganadero… El dulce de mosqueta, una señora que se llamaba Dina, un mundo distinto, la máquina de calcular de mi abuelo a la que se le daba acción tirando de una palanca, una cinta metálica muy larga que veía desenrollar a mi padre para secarla y aceitarla cada noche, niños y en especial una de ellos porque a resultas me he pasado la vida de compañero tanto en la escuela como en el trabajo. Pero en aquel entonces nada sabía de eso.

Finalizó el verano y la licencia, el trabajo continuaba pero mi padre debía regresar a la ciudad, a su otro trabajo, también mi madre, a nuestras vidas. Pero algo ocurrió ese mes de Marzo, algo que se superpuso con el viaje, un evento que hizo sin dramas extremos que nuestras vidas no volvieran a ser las mismas, pero eso no lo sabíamos aún. Alguien ese 24 de Marzo puso a máxima potencia la máquina de matar que ya venía funcionando, la máquina enloquecida se prodigaba generosa y dedicaba sus atenciones a todo el que se cruzara sin distingos. A los unos, los otros, y a aquellos también. Tenía tres bisabuelos, cuatro abuelos, muchos tíos y más primos que los que se pueden contar con los dedos de las manos. Ese fin de Marzo sin perder la vida comenzamos a perder nuestras vidas.

En Noviembre regresamos al proyecto de ruta, sin metáforas, la ruta que llevaba a un sitio determinado, objetivo que alguien cambió al primer Ingeniero que tanto tiempo había estado buscando la vuelta por la cara Oeste de una montaña con nombre extraño de un color ambiguo y se contraponía a intereses de otras personas. Vi de vuelta al hombre alto que llegaba a hablar a la hora de comer, aunque para mi sorpresa una vez lo vi en la ciudad, en mi casa, sin el bosque ni el pueblo diferente.

Mi abuelo encontró una perra que mordió su brazo, en el monte cerca de la ruta, esa fue mi amiga inseparable hasta su muerte. Conocí a un hombre al que le decían Jetón, nombre tan extraño como el otro hombre que se llamaban Raucán. Conocí el invierno interminable, la soledad, a mi amiga que estaba cruzando la ruta, lejos del pueblo al que sólo íbamos a comprar alimentos de vez en cuando. Sólo será un tiempo, luego podremos regresar a casa. La idea del retorno, ahora estaremos seguros aquí, luego podremos regresar, cuando el mundo ya no esté loco, cuando no se niegue la existencia de las personas, cuando no se suprima la opinión ni el recuerdo, cuando la máquina pare de matar, cuando cambien las ideas. Cuando…

Un verano Argentina entró en guerra con Chile, dos naciones que tenían encendidas las máquinas de la muerte se enfrentarían por una cuestión de un canal con un nombre de un idioma que ninguno de los dos países habla y tres islas de las que sólo una de ellas tiene un nombre en un idioma que sí hablan sus pueblos. Es difícil de entender pero es más o menos así la cosa. Un verano largo, seco y polvoriento. El mismo verano mi padre fue a cobrar a Zapala, lo acompañé junto con mi abuelo materno, un tío y un amigo suyo en la camioneta azul, no es una tontería el viaje, La Rinconada, Ruta 40, nombres que ya me eran familiares.

La guerra parecía inminente, pero mi padre compró tierra para hacer una casa, muchos se ponían a resguardo, mi padre se aferrró a esa vida nueva con uñas y dientes. Ese verano parecía que volveríamos a nuestra antigua vida, pero nos aferramos a la nueva.

Crecí con la sensación de estar en una isla, un mundo nuevo y un mundo viejo, todo lo que más quería y añoraba tan lejano, mi casa, mi calle… Aquí no tenía tres bisabuelos, cuatro abuelos, tantos tíos ni primos que contar con los dedos de las manos y los pies. Pero tenía amigos, y cuando sos niño, si sabés a que jugar tenés amigos. Así es la cosa, la vida nueva y la vieja vida. Y la idea del regreso cada vez más lejana.

Un día retorné, una visita fugaz, luego cada vacación, dos vidas, hasta el fin de las escuelas.

El día que retorné ya no estaban dos de mis abuelos ni mis bisabuelos, ya la ciudad no era igual, faltaban amigos de mis padres, faltaba mucha gente, nada era igual. Así descubrí que no era de ninguna parte. Mejor dicho, de todos lados y ninguna parte. Ya no era isleño, ya no era citadino. Ahora como adulto y padre lo entiendo, comprendo lo difícil que es.

Todo tiene costos, y evitamos pagarlos, nos afanamos porque nuestros hijos no pierdan nada, ni un palmo del mundo, su cultura, sus riquezas, su modernidad. Cómo un niño solitario, único hijo, escapa de una isla, con su imaginación. Y la imaginación se alimenta de historias, de música, de libros, de fotografías, de cartas que se leen una y otra vez. Las distancias eran mayores en el mundo sin internet ni telefonía celular, el camino a Bariloche, sin metáfora, conducía a los libros y la imaginación. Pocas personas más que yo pueden agradecer tanto la existencia de amigos, de conocidos gentiles que devuelven el saludo, que muestran interés por el otro.

En resumidas cuentas, el retorno no es igual, como lo fue el retorno de la democracia, vida idealizada en la distancia de la historia.

Retorné a la isla que no era isla, encontré el amor de la mujer con nombre de paraje y soy feliz a pesar de que las personas que nos pusieron a salvo se fueron. La vida, como la democracia, no ha de ser perfecta para hacernos felices. Finalmente a mis padres los encontró la muerte en donde una vez se pusieron a salvo de la locura, como a cualquier otra persona. Así es la vida, ni eterna ni perfecta.

Cuando reinó la locura la muerte se hizo anónima, secreta, mágica. Una perfecta máquina de negación del otro. La herramienta de negar, de suprimir un ser de la vida y la historia, matar y sepultar, sin señas, sin cortejos, sin lágrimas, a espaldas de todos.

Cómo quien muere durante una feroz pandemia, solitario, en un cuarto sin ventanas, sin oportunidades, sin chances, suprimido, sepultado por hombres con máscaras, un adiós sin rostro ni palabras, ni cortejos, ni testigos, sin respeto ni palabras de recuerdo. Este verano el ángel de la muerte alcanzó a mi padre en el sitio al cual lo condujo el camino sin y con metáfora. Y su vida pasó a residir en mi memoria.

Sin dudas un 24 de Marzo para mi y mi generación ha de ser diferente para mi padre y su generación, su generación se extingue, sólo va quedando el recuerdo, siempre y cuando nadie lo suprima intencionadamente.

Para las generaciones que transitan ese camino sin metáfora nada puede tener el mismo sentido, nada sabe de la vida que perdemos y ganamos, sólo saben que decimos nunca más.

Nunca más ser suprimidos de la vida, nunca más ser suprimidos de la memoria.

Solo recuerdo para cerrar este aburrido cuento fantástico una frase de Stendhal, “Adios, amigo lector; intenta no ocupar la vida en odiar y tener miedo”.

Saludos.

Emilio R. Molla

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