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"La versión más tonta de las cosas" (segunda entrega). Por Diego Rodríguez Reis

11/10/2022
"La versión más tonta de las cosas" (segunda entrega). Por Diego Rodríguez Reis

Esperanza Frontalier es una muchacha de belleza avasallante: su furioso pelo colorado y sus enormes ojos verdes no la dejan pasar inadvertida casi en ninguna parte. Continúa en la senda de su padre Ernesto y su tatarabuelo Ernst. Sale con un muchacho de la ciudad vecina de San José, un electricista llamado Lázaro Lazarre. El joven, pese a hacer solo pequeños trabajos particulares, siempre tiene dinero a mano y lo ostenta visiblemente ante los ojos escandalizados de la colonia: llega todas las tardes en su motocicleta a buscar a Esperanza para regresar ruidosos en la profunda madrugada. Lázaro Lazarre tiene un socio, Esteban Ermosilla, de profesión cerrajero: en la colonia cunde la versión de que pertenecen a una banda de ladrones de bancos, que valiéndose de los conocimientos teóricos y prácticos de sus oficios dejan alarmas fuera de servicio y violentan cerraduras. Más aún: se dice que desfalcan casas de juegos, desactivando o alterando las ruletas o las máquinas tragamonedas.

La verdad estaba no muy lejos de esas versiones. Demasiado cobardes o demasiado inteligentes como para meterse con el mundo del juego (oficial o clandestino), lo que el novio electricista y su socio cerrajero saquean en realidad son clubes de pueblo y comisiones de fomento: espacios de ínfima seguridad en los cuales siempre encuentran dinero en cajas fuertes o sencillamente en cajones de escritorios cerrados con candados irrisorios. Pero, pasado un tiempo, toda la zona entra en estado de alerta: los controles se afianzan y los ladrones deben buscar otra fuente de ingresos, o bien en ese mismo mundo delictivo, o bien dedicándose al trabajo honrado.

En una de esas tardes o noches vacías y aburridas, Esperanza le cuenta a su novio Lázaro la historia que circulaba en su familia sobre su tatarabuelo Ernst: que había llegado de polizonte de Suiza, que en Europa había sido marchante de arte y que se había traído unas obras que todavía estaban amontonadas en el fondo del galpón. Lázaro habla con su socio Ermosilla y traman este plan: abandonar para siempre las colonias, huir con Esperanza y con las pinturas, utilizándolas para sus fechorías, agregando al robo el delito de estafa.

Esto es lo que hacen: disfrazados de marchantes (trajes blancos, zapatos lustrosos, una docena de palabras más o menos técnicas), venden las obras a empresas, casinos, firmas que no tienen verdaderos especialistas, ya que los certificados de autenticidad que enseñan son de una falsedad ostensible. Entre los años setenta y cuatro y setenta y seis, estafan (venden y luego roban esas mismas obras) y saquean más de cien firmas, bajando desde la Montecarlo misionera hasta la Londres catamarqueña, en un raid delictivo sin parangón en la historia policial argentina.

Lázaro Lazarre es un tipo ecléctico, encantador; su socio cerrajero Ermosilla (el que hace el trabajo sucio, quien hace volar las cajas fuertes con su ciencia) es más bien tosco y habla poco; pero Esperanza es el alma de la banda. La belleza de Esperanza es apabullante, cegadora. El acto es siempre el mismo: Lázaro y su socio intentan convencer al representante de la firma de la autenticidad de las obras y de la oportunidad única de su posesión y exhibición. Cuando la negociación parece decaer, cuando las palabras menguan y los silencios se hacen peligrosos, entra Esperanza en escena, se roba toda la atención del pequeño auditorio. Entonces, la estafa puede seguir tranquilamente su curso. El gerente o lo que fuere de la empresa ya no podrá despegar la mirada ni la atención de Esperanza: firmará cualquier papel, aceptará cualquier trato. El truco clásico de los ilusionistas: el movimiento mayor oculta el movimiento menor.

Pero entonces ocurre lo extraordinario, lo que alterará el curso hasta entonces natural de la historia. Arriban a la ciudad de Londres, en Catamarca. En una modestísima casa de juegos más o menos clandestina intentan reeditar la rutina de estafa y posterior desfalco. La escena se repite puntualmente, desde las presentaciones y primeras tratativas hasta el posterior ingreso de Esperanza. Decididamente obnubilado por la belleza de la muchacha pero aún con alguna reserva de discreción, el regente, un tal O’Connor, les pide un día para consultarlo con las autoridades del lugar. Les recomienda alojarse en el “Gran Hotel”, ubicado frente a la casa de juegos. Les pide, además, quedarse con las obras: no duda de que sus superiores aceptarán las condiciones del trato. Ellos aceptan, a pesar de que es la primera vez que se enfrentan con una situación similar. A esas alturas, una negativa despertaría sospechas.

Ya alojados en el “Gran Hotel”, registrados bajo nombres falsos, los tres estafadores se empantanan en un universo de dudas: imaginan la gran amplitud de alternativas posibles, desde el más optimista de los panoramas hasta el peor de todos los escenarios, planean escapes, auguran desenlaces. Su perdición será su vanidad. No imaginan (no pueden imaginar) lo que ocurrirá.

Acuartelados en una de las habitaciones del hotel (han tomado una simple y otra matrimonial) reciben una llamada de la recepción: O’Connor, el regente de la casa de juegos, los invita a cenar en el mismo restaurant del hotel. Aunque recelosos, ellos aceptan. En un arranque de lucidez, Ermosilla propone largar todo y huir: ya tienen demasiado, expone, más de lo que esperaban al inicio de esos dos años de correrías. Pero Lázaro es de otra madera, muy distinta de la de su socio cerrajero. Según su visión, ya es demasiado tarde para abandonar, demasiado tarde para volver. Además, las obras han quedado en poder del regente de la casa de juegos: son pruebas demasiado incriminatorias, que podrían servir para perseguirlos hasta cualquier rincón del país.

Preguntan a Esperanza qué opina: ella se encoge de hombros, sonríe y dice, lánguida y convincentemente: Sigamos.

En menos de una hora, bajan al comedor. Está casi vacío, apenas una parejita que sorbe mansamente sendas limonadas, mirando por los ventanales la calle despoblada, aburrida. La última luz del día va menguando y la oscuridad avanza con displicencia. Sin embargo, el calor todavía aprieta. Eligen una mesa, la más cercana a la salida. Lázaro y Ermosilla piden una cerveza, Esperanza no se decide entre un agua con gas o sin gas. Después de un largo minuto de indefinición, Lázaro decide por ella y le pide un agua sin gas. Esperanza, visiblemente ofuscada, se excusa, se levanta y se dirige al baño del lugar.

Ya en el baño, se mira largamente en el espejo. Duda, no de sí misma, sino (siempre) de los otros. Se contempla minuciosamente, hasta que le arden los ojos, su imagen se vuelve informe en el espejo, su rostro desaparece. Ya más serena, sale del baño. No ha terminado de trasponer la puerta cuando siente que la atenazan y la amordazan: un brazo cruza su cuello y una mano le tapa la boca. Una voz dice: Tranquila. Es O’Connor. Reconoce la voz pero no puede verle la cara. Raudamente, precisamente, el hombre le dice que sabe lo que están haciendo. La chantajea: si no se entrega, van presos todos. Ella  quiere hablar. Él le advierte que no haga nada estúpido, refrenda sus dichos enseñándole un revólver. Ella asiente. O’Connor afloja apenas un poco la presión sobre los labios de Esperanza. Ella pregunta, en voz apenas audible, qué gana si ella se entrega a la policía. Él sonríe. Vuelve a taparle la boca y masculla: A la policía no, nena.

Entonces, Esperanza entiende todo. Saca cuentas instantáneas, sopesa todos los alcances de su decisión: o se entrega o terminan presos. Se decide (en su diálogo interior) por la primera de las opciones. Siempre decide instintivamente por aquello que va a cambiar el rumbo de las cosas. Sin embargo, en un último recurso, pide tiempo para decidir. No hay tal tiempo, dice O’Connor: la policía, alertada por él mismo, ya está rodeando el hotel. Entonces, ella asiente. Pero de repente, hay otra cosa, otro elemento inesperado en el relato. O’Connor redobla la apuesta, le dice que se quede con él, que abandone a esos perdedores, evidentemente no están a su altura, son dos campesinos, se les nota a la legua: ella está para otra cosa, dice (aunque no especifica qué es esa otra cosa para la que ella está).

Esperanza acepta instantáneamente, fiel a su naturaleza: ya está entregada. O’Connor afloja la presión sobre su cuello y su boca. Esperanza habla, pide algo a cambio, eso sí: que no encarcelen a Lázaro y a Ermosilla. Que los echen del pueblo, que los declaren personas no gratas en Londres, pero que los dejen libres. O’Connor asiente: empuja suavemente a Esperanza hacia el interior del baño de mujeres y, antes de seguirla, según lo convenido previamente con las autoridades, efectúa un disparo contra el piso.

Los milicos, atentos, entran raudamente y reducen a Lázaro y a Ermosilla, sin darles tiempo a reaccionar. Los arrean como a dos cristos, los apalean y los largan en las afueras del pueblo, con la promesa firme y muy convincente de que, si vuelven, no cuentan nunca más el cuento. Inútil es que pregunten, a media lengua y doloridos, por Esperanza. En silencio, los vigilan mientras ellos van rengueando, alejándose por el camino que va de Londres a Belén, en la misma provincia de Catamarca.

 

(Continuará)

 

Si te perdiste la primera entrega, podés leerla haciendo clic aquí

 

 

* “La versión más tonta de las cosas” forma parte del libro LA FORMA DEL AMOR, que obtuvo el Tercer Premio en la Categoría “Cuento” en la edición 2021 del clásico concurso del FONDO NACIONAL DE LAS ARTES. Este año, fue publicado en la colección de Narrativas de EDICIONES ESPACIO HUDSON.

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