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“La versión más tonta de las cosas (cuarta entrega). Por Diego Reis

22/10/2022
“La versión más tonta de las cosas (cuarta entrega). Por Diego Reis

La idea salvadora viene (curiosa o lógicamente) del menos esforzado de los individuos de esas tres familias: Alejandro Albrecht. La idea, esta: hay que irse, emigrar. ¿A dónde? A cualquier lugar donde las cosas estén mejor. Un lugar donde el contexto permita continuar con las condiciones de vida y las costumbres propias de la familia: la mayor de las ganancias con el mínimo de los esfuerzos. Una mañana de tantas, leyendo los diarios en la sala de lectura de la Biblioteca “Fiat Lux”, una nota le informa o le recuerda que la ciudad hermana de Colón es la ciudad de Sion, en Suiza. Una iluminación brusca, el embrión de una idea comienza a germinar en su cabeza.

De vuelta en su casa, organiza una reunión con los jefes de familia de los Albert y los Alves y les cuenta su idea, que es aún demasiado primitiva como para poder llamarla plan. La idea es esta: arrendar las tierras a cualquier precio, a cualquier postor y pedir asilo en Sion. ¿Qué clase de asilo?, preguntan los otros. Asilo político, social, económico, dice él. ¿En razón de qué? Son descendientes de familias suizas, que vinieron hace más de un siglo a América en busca de un futuro mejor. Un futuro que nunca llegó, una América que los defraudó. Sion, como ciudad hermana de Colón, es el destino lógico para tres familias de origen suizo, sin posibilidades ciertas de subsistencia en estas tierras baldías. Las tierras no son baldías, reconvienen los otros: las han vaciado de producción y de sentido la mala fortuna, la negligencia, la corrupción. Para el caso es lo mismo, sentencia Albrecht.

Aquí deberé resolver, más o menos eficazmente, todo el tramiterío mediante el cual las tres familias (unas cuarenta almas) logran por fin emigrar a Sion, la tierra prometida. Aún no he decidido hasta qué punto son conscientes de que están efectuando la acción estrictamente especular de sus ancestros, cuánto de ese conocimiento emergerá a la superficie del discurso, de los diversos diálogos. El caso es que, más tarde o más temprano, llegan a Sion. La ciudad está ubicada al sudoeste de Suiza, en el distrito homónimo, es la capital del cantón de Valais, del cual procedía la mayoría de aquella primera corriente inmigratoria que terminó en Colón, provincia de Entre Ríos. Sion está en el valle del río Ródano y se encuentra rodeada por los Alpes valaisanos (al sur) y por los Alpes berneses (al norte). Allí llegan, con ansias de fundar una colonia entrerriana, los Albrecht, los Albert y los Alves. Las autoridades sionenses los reciben con frialdad burocrática: les comunican que han determinado favorecerlos amparados en la doble y sólida razón de que son descendientes de pobladores del cantón y de la ciudad y de que, además, están obligados por los fuertes vínculos de hermandad entre Sion y Colón.

Los nuevos pioneros nada entienden: más de un siglo ha borrado el francés de su comprensión, lejos han quedado aquellos tiempos en los cuales en la colonia de la Mesopotamia argentina solo se hablaba ese idioma. Las autoridades hacen venir un intérprete, que les traduce estos dichos. Les informan que les asignarán puestos municipales (en las oficinas de tránsito, museos, bibliotecas), con horarios restringidos y mínimas obligaciones, todo lo cual es escuchado y aceptado con beneplácito por todos los entrerrianos presentes, excepción hecha de un solo individuo: Alejandro Albrecht.

El caso es este: Alejandro Albrecht no quiere trabajar. Es decir, no quiere trabajar honestamente, no quiere que la relación entre el trabajo y la ganancia sea directamente proporcional. Alejandro Albrecht quiere que su esfuerzo ínfimo se traduzca en una ganancia exponencial: para romperse el alma trabajando se quedaba en Entre Ríos, piensa. Mientras Albrecht rumia constantemente este pensamiento, los días y las semanas transcurren. 

Algo más sobre Sion, datos que he tomado de una enciclopedia de lo más pedestre, la Breve Enciclopedia Anglo-Americana, publicada por la Editorial Procusto. Nada diré de la asombrosa conjunción “breve enciclopedia”, que acaricia el oxímoron. Según esta fuente, Sion es considerada (en la actualidad de la enciclopedia, que fue publicada en el setenta y nueve) “la ciudad más agradable para vivir” en toda Suiza, bien por el clima, bien por la amplia variedad de actividades urbanas, culturales y deportivas que pueden practicarse allí durante todo el año. Sion guarda con mucho celo su patrimonio arquitectónico, que es de una riqueza abrumadora, ya que ha sido, a lo largo de su historia, colonia italiana, alemana y francesa. Esas capas de tradiciones de diversa índole se ven reflejadas en el paisaje urbano, que cuenta además en su ilustre repertorio con dos castillos (uno relativamente en ruinas) y una catedral gótica del siglo doce, la Catedral de Nuestra Señora de Sion.

Sobre ese perfil, es necesario figurarse a la colonia de entrerrianos. La mayoría ha sido ubicada en estamentos municipales, en un segundo escalafón, lejos de la vista y de las voces de los vecinos, ya que ignoran prolijamente el idioma. Allí, hacen lo que otros les ordenan: realizan labores de maestranza; limpian pisos de oficinas y baños; llevan y traen cosas; en el mejor de los casos, ordenan archivos alfabéticamente. Los Alves, dadas sus facultades, son derivados a la carpintería municipal: allí, el lenguaje universal del oficio los hermanará con los artesanos sionenses.

Pero Alejandro Albrecht no es un tipo hecho para trabajar con las manos. Solicita estar en movimiento, en las calles, que es donde pasan las cosas, por donde pasa el mundo. Es asignado a Tránsito, las leyes son más o menos las mismas en todo el universo occidental: aprende a hacer básicamente su trabajo. Poco a poco va conociendo gente y haciéndose conocido. Una tarde, salva de una multa a un camionero francés y se gana primero su gratitud y luego su confianza. El hombre se llama Lucas Vrain y es lo que los franceses llaman un frontalier, esto es, una persona que trabaja en un país que no es su lugar de residencia habitual. Se hacen amigos, en la medida de lo que la mutua ignorancia de sus respectivos idiomas se lo permite. Aquí, creo que será necesaria la presencia de un intérprete, alguien que medie entre ellos, tal vez un socio de Vrain: Carles, un catalán que hablará oportunamente ambas lenguas, además de la suya propia. Debo confesar que la inclusión de este personaje no termina aún de convencerme. 

Algo más sobre el término frontalier. La Breve Enciclopedia Anglo-Americana añade a la definición original dos acepciones más. La segunda aclara que el término también se usa para referirse a “una persona que vive en una región cercana a una frontera, incluso si esa persona no trabaja en el extranjero”. Esta definición confunde, el error conceptual del enciclopedista (o los enciclopedistas) ha sido el de anteponer una definición de carácter particular a una de carácter general: solo una explicación de índole histórica justificaría ese vago orden de prioridades. La tercera y última acepción dice, lacónicamente: “Palabra suiza utilizada para designar a quienes habitan tanto psíquica como materialmente entre fronteras”. A pesar (o a causa) de mi incapacidad para comprender qué significa (qué implica) que un sujeto habite “tanto psíquica como materialmente entre fronteras”, he relacionado instintivamente esa palabra con el término actual y coloquial “border”. Desde esa denominación, he imaginado a Lucas Vrain. 

 

Lucas Vrain oculta, bajo su máscara de camionero, su verdadero oficio, el de contrabandista (¿qué otra acción de carácter ilegal puede ejercer un frontalier?). ¿Qué contrabandea? De todo, lo que puede, menudencias. Cada tanto, cae preso. Pero sus delitos son insignificantes, no hay alcohol ni drogas en sus acciones: lleva y trae herramientas de poca monta, utensilios de cocina, ropa. Después de un par de días y a veces mediante la incautación parcial de su cargamento ilegal, lo largan. Al rato nomás, por supuesto, vuelve a las andadas. Entonces, en uno de esos interregnos en los cuales está libre (su vida consiste en entrar y salir de estados opuestos), sucede lo que hace sustancialmente a esta historia.

La cosa es así. Lucas Vrain conoce en Francia a un falso marchant de apellido también falso, un tal Durand. Durand le dice que el negocio va mal: por “el negocio” se refiere, claro, al viejo arte de falsificar obras y luego venderlas. ¿Por qué?, le pregunta Vrain, algo aburrido, las cosas siempre andan más o menos mal. Por varias razones, dice el otro: por la cada vez más exigua relación entre el costo y el beneficio, por la creciente cantidad de controles de todos los estamentos, por la escala en la cual se maneja el negocio. ¿Escala? Claro, el tamaño de las obras, las distancias que deben recorrer, las condiciones materiales.

Allí es cuando Lucas Vrain vislumbra su maravilloso plan: esa palabrita, “escala”, es la que desencadena una serie de asociaciones (a la vez espontáneas y determinadas) que darán origen a su idea.

(Continuará)

 

* “La versión más tonta de las cosas” forma parte del libro LA FORMA DEL AMOR, que obtuvo el Tercer Premio en la Categoría “Cuento” en la edición 2021 del clásico concurso del FONDO NACIONAL DE LAS ARTES. Este año, fue publicado en la colección de Narrativas de EDICIONES ESPACIO HUDSON.

* DIEGO RODRÍGUEZ REIS (Ciudad de Buenos Aires, 1979) es escritor, editor – corrector, profesor en lengua y literatura y coordinador de talleres de escritura creativa. Ha publicado varios libros de poesía y narrativa. Textos suyos han integrado publicaciones de Argentina, Chile, Brasil, Colombia, México, España y Alemania. Desde 2010, vive en Villa La Angostura.

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