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JUGUETE RABIOSO

Segunda entrega de nuestra nueva sección literaria: “El muy diablo”, de Cecilia Fresco

La escritora y vecina de Villa La Angostura, nos trae un cuento donde se narra la historia de una venganza en un escenario rural de la cordillera patagónica"
11/12/2022
Segunda entrega de nuestra nueva sección literaria: “El muy diablo”, de Cecilia Fresco

El muy diablo

Por Cecilia Fresco

Ilustraciones Javier Mattano

 

Desde la ventana se alcanzaba a ver el arroyo -un hilito de agua entre las piedras- que nacía ahí nomás, un poco más arriba del rancho. En esa zona tan alta nevaba demasiado y no crecía nada, apenas coirones y algunas matitas de neneo que amargaban la carne en primavera. Segundo y su familia vivían solos con sus treinta ovejas blancas y negras, las suficientes para ir tirando y pasar los inviernos. La vida no era fácil pero era pacífica, tranquila al menos, hasta que apareció el Yon.

Llegó haciéndose el amigo, los visitaba y se iba, decía que estaba recorriendo la zona, que venía de muy lejos. Se les fue metiendo como quien no quiere la cosa y ellos le fueron agarrando confianza porque andaba en un alazán tostado bien comido y porque les llevaba cosas del pueblo: alguna pilcha, un fuentón, azúcar. Siempre llevaba azúcar en las alforjas. Llegaba erguido en su monturita inglesa delicada, con estribos plateados lustrosos. Se lo escuchaba venir de lejos, por los golpes de los cascos bien herrados contra la roca. Era un gringo fibroso, flaco como una rama seca y con la cara curtida, cruzada por dos cicatrices coloradas. Cuando sonreía apretaba los labios porque no quería mostrar los dos huecos de adelante. Era feo el gringo, más todavía cuando hablaba y se le veía el agujero ese entre los dientes amarillos.

Pero a pesar de esa cara era entrador, amable, simpático. Iba y venía todas las semanas. Cuando llegaba ataba al Jors cerca del rancho y subía caminando, pasaba la naciente del arroyo y desaparecía del otro lado de la montaña. Parecía investigar algo, pero nunca decía qué. A veces se quedaba varios días y no quería alojar con ellos, dormía afuera entre unas mantas mugrientas. De a poco él también fue levantando unas paredes con piedras, bien arriba, cerca de la cima. Ahí iba guardando todo tipo de cosas: trampas para animales, aperos, bolsas, cueros, lazos. Si le preguntaban de qué país venía se quedaba callado, mirándolos fijo con esos ojitos de huevo celeste.

Cuando ya empezaba a parecer uno más y todo resultaba armonioso, cerca del otoño dijo que tenía que irse, que había llegado el momento. Momento de qué no dijo, pero dejaron de verlo por un par de meses y cuando volvió estaba distinto: con una cicatriz nueva, más hosco y callado. Se fue poniendo agresivo hasta con los chicos, bajaba La Lipela y volvía con botellas de ginebra, le daba asco la chicha que tomaban ellos, pero se la tomaba igual cuando no le quedaba nada. Era la primera vez que lo veían tomar, antes ni mate el gringo, pura agua fresca y café, que preparaba en una latita y lo guardaba como un tesoro. El alazán se iba poniendo tan flaco como él, lo descuidaba y lo dejaba solo, atado ahí arriba sin agua ni comida. Ni un yuyo, ni una manzana de esas que le daba antes, al pobre bicho se le iban desorbitando los ojos como al dueño.

Después empezó a aparecer con animales: cuatro o cinco potrillos y una yegua, muchas ovejas marcadas, un buey que no servía ni para sopa. Los tenía unos días y volvía a desaparecer por el paso alto, arriesgándoles las patas en el precipicio pedregoso. Segundo andaba serio también, no decía nada pero temía que el gringo llamara demasiado la atención con sus contrabandos y terminara haciendo subir hasta ahí a la milicada.

Cuando se iba por muchos días y volvía sin animales volvía peor, más mamado y más bravo, se paseaba con el arma a la vista y andaba en cueros cantando cosas  obscenas, mezclando los idiomas. Una vez se quiso pasar de vivo con la Licha y entonces él la mandó con los chicos donde la madre. Terminaba el otoño y ya hacía frío, a Segundo le pareció mejor pasar el invierno sin la familia antes que tener que agarrarse con el gringo: sabía que más tarde o más temprano se sale perdiendo en la pelea con los blancos.

 

La primera noche que pasó solo ya se intuía una nevada fuerte de abajo. Fue a campear las ovejas para meterlas en el corral, estaban todas juntas pegadas a la pared, se acercó y corrieron asustadas, pero una se quedó ahí, echada y tiesa en una posición rara. No se movía ni balaba, ya estaba oscuro, la empujó con el pie para verle la cara y le pareció muy liviana. Cuando la fue a agarrar se le llenaron las manos de sangre, estaba toda vacía, había quedado casi la pura lana y algún hueso.

A la mañana siguiente lo vio al gringo chiflando alegre, cuereando un puma gordo con un cuchillito de punta. Así perdió a la primera. Nunca había perdido ovejas y si el nahuel pudo agarrarse a esta fue porque el muy diablo la había maneado. Bien amarradas le había dejado las patas y las manitos con un cuero nuevo, trenzado y limpio, pobre bicho, no pudo escaparse. Así es como cazaba: usándole los animales como carnada. Estaba claro que no se iba a conformar con un cuero solo, en Bariloche se los pagaban bien y el gringo andaba sediento.

 

Así le fue matando sus ovejas: las encontraba maneaditas y vacías a la mañana y al Yon con la cara cada vez más colorada, cuereando en la nieve. Él se pasaba la noche atento, vigilando. Amontonaba los animales que podía adentro del rancho y se dormía recién de madrugada, con el facón a mano. En sueños lo mataba de cien puñaladas. Lo mataba al gringo maldito, pero en sueños nomás porque, como siempre, andaba cerca una avanzada de milicos y tenía que tener paciencia. Las cosas empeoraban día a día porque los pumas ganaban terreno, cada vez más cebados y audaces. Igual que el Yon, cada vez más cebado y audaz, se pasaba el día cantando a los gritos, dándole al cuchillito sin parar. Ponía las carnadas y las trampas ahí pegadas al corral y cazaba sin esfuerzos ni culpa. Después se iba con el atado de cueros a La Lipela y volvía a la noche, cargado de botellas.

 

Empezaba agosto, hacía muchos días que Segundo no tomaba mate, ni vino, ni algo caliente. Nomás quedaba harina y un poco de azúcar marrón en el fondo del tarro. Ni una papa, ni un choclo seco. Ya no tenía para carnear, le quedaban diez corderos flacos y si seguía así no le iba a quedar ninguno para la primavera. Esa noche tomó la decisión, no había alternativa.

Unas sombras oscuras opacaban la cara de la luna: se estaba haciendo con agua y la miró con desconfianza, porque luna con agua no trae cosas buenas. No había amanecido y el frío entraba por debajo de la puerta. Sabía que en cualquier momento iba a llegar la luz y ya no iba a poder echarse para atrás. Agarró la manea -había tenido mucho tiempo para trenzarla, con los botones prolijos y una argollita al medio- y se fue para el ranchito del gringo, que se había dormido acurrucado contra la panza del Jors, tapado con las mantas mugrosas y con las patas afuera. Estaba tan mamado que le fue fácil, después lo arrastró cerca de la trampera.

 

La primera luz de la mañana encontró al gringo echado y tieso en una posición rara. No se movía ni cantaba. Lo empujaron con el pie para verle la cara y les pareció muy liviano. Cuando lo fueron a agarrar se les llenaron las manos de sangre, estaba todo vacío: había quedado casi la pura ropa y algún hueso.

 

CECILIA FRESCO es escritora y poeta. Ha publicado la novela Las huellas, el libro de cuentos Invierno y los poemas de Realidad vs. Representación y Super 8. Ha publicado en colaboración los libros de cuentos Circulares (con Mónica de Torres Curth) y los poemas de La vida en el suelo (con Natalia Belenguer). Ha integrado diversas antologías nacionales e internacionales. Desde el año 2006, vive en Villa La Angostura, donde integra el grupo literario Alamberse.

El cuento “El muy diablo” fue publicado originalmente en la revista “Salvaje Sur” N°3 y reeditado en formato fanzine por el CEDIE.

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