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"Coronados de Gloria". Por Diego Rodríguez Reis

19/12/2022
"Coronados de Gloria". Por Diego Rodríguez Reis

“Tarda en llegar,

y al final, al final,

hay recompensa...”

 

Gustavo Cerati, “Zona de promesas”

 

Es como si se hubiese desbordado un río, de gente, de emociones, de pasión, de alegría contenida.

Montiel hace el gol del penal definitivo y no sale a festejar, gritando: se tapa la cara con la camiseta y se larga a llorar, desconsolado. Mientras muchos de sus compañeros corren desde la mitad de la cancha a su encuentro, Messi cae de rodillas. Me pregunto: ¿Qué estará pensando? ¿Qué estará diciéndose? Se le arriman varios, se arrodillan junto a él, lo abrazan, enseguida desaparece en una ola de cuerpos, donde ya no se sabe quién es quién. Todo es un collage celeste y blanco.

Somos campeones otra vez.

Se desata la fiesta total.

Nos quedamos a ver la coronación, la entrega de los premios, las medallas y la adorada Copa del mundo. Recién después, vamos caminando hacia el centro: queremos caminar, absorber toda esta energía indescriptible.

En la bicisenda, nos cruzan autos: todos nos tocan bocinas, llevan banderas, nos saludan por la ventanillas. Reconocemos a algunos, otros son completos desconocidos, pero no importa eso. Nos unen los colores.

Miro a mis hijos, tienen 12 años: no vieron nunca a Argentina campeón y tienen un vago recuerdo de la final del mundial de Brasil. Tengo flashes de esa noche de la semifinal contra Holanda: recuerdo que nunca había visto tanta gente festejando en las calles de la Villa hasta ese 9 de julio de 2014. Nunca, hasta ahora.

Es un mar de gente, de cánticos, de ruidos casi ensordecedores. Miro las caras de los pibes, están iluminados, coronados de gloria. “Todavía no lo creo”, me dice uno. Yo tampoco. Me vienen a la memoria imágenes fugaces de la final del '86, cuando yo era como uno de estos pibes: es este mismo sabor, este espíritu de felicidad compartida en las calles.

Porque hoy, ahora, todo es felicidad: acá no hay clubes, ni divisas políticas, no hay banderas ni consignas enfrentadas. Me encuentro con amigos, con vecinos, con alumnos, con conocidos. Un amigo me abraza y me dice: “Tenés que escribir algo de esto”, está radiante. Cierto. Pienso algo, de repente: en este mismo momento hay 45 millones de personas felices en este país.

En este instante único e irrepetible, todo es felicidad.

Lo dicen los cuerpos de toda esta gente, cada quien a su manera.

Algunos saltan, altísimo. Otros agitan banderas, algunas sofisticadas, adquiridas en locales, otras improvisadas con cañas y una remera celeste y blanca. Dos pibes se trepan a unos caños y se bambolean peligrosamente allá arriba. Muchos, casi todos, cantan, canciones viejas, clásicas y nuevas, inéditas:

 

“Palo palo palo

palo bonito, palo eh,

eh, eh, eh,

somos campeones otra vez”

 

o

 

“Volveremos, volveremos,

volveremos otra vez,

volveremo' a ser campeones

como en el '86”

 

y

 

“En Argentina nací,

tierra del Diego y Lionel,

de los pibes de Malvinas

que jamás olvidaré…”

 

Algunos lagrimean. Otros ríen hasta quedarse sin aire. Otros pegan gritos salvajes de felicidad.

Después de dar vueltas, saltar, cantar mezclados entre la gente, nos sentamos en la plaza San Martín.

Vuelvo a mirar a mis hijos, pienso que ya no van a preguntarme “decime qué se siente ser campeón del mundo”. Ya lo saben, ya tienen ese conocimiento preciso y precioso en sus cuerpos y grabado para siempre en sus memorias.

Somos campeones otra vez.

Qué sensación más linda: la felicidad pura y compartida, todo el pueblo unido bajo una misma bandera.

Un deseo de fin de año, ya que estamos: ojalá que nos dure un rato largo, para siempre, esta sensación de comunidad casi total; que se nos haga algo cotidiano celebrar un proyecto, un equipo y no a héroes solitarios; que podamos salir muchas veces más a festejar así, bajo un mismo cielo y entonar, inmortales, el grito sagrado:

Al gran pueblo argentino, ¡salud!

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