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JUGUETE RABIOSO #5

En esta edición, el cuento “El Almendro” de la reconocida escritora barilochense Laura Calvo

Debido a la gran respuesta de escritores de la región, DiarioAndino, la sección de cuentos que cura el escritor Diego Reis, se publicará los sábados y los miércoles.
03/01/2023
En esta edición, el cuento “El Almendro” de la reconocida escritora barilochense Laura Calvo

El almendro / Por Laura Calvo *

 

Mi historia es muy simple: morí, como todos los seres vivos que se preguntan acerca de lo que habrá acá arriba. Bueno, está el paraíso, ese sitio del que siempre se habla pero nadie conoce: el hogar de los seres vivos, muertos. Un paisaje sin fin.

El día de mi deceso cayó un fuerte aguacero. La lluvia acentuaba la melancolía pero encendía la curiosidad. Nos reunieron en una glorieta iluminada por los relámpagos y allí nos distribuyeron. Mi nube es la número Siete, y está habitada por los abuelos que fallecen antes de conocer a sus nietos (aunque bien sabido es que la sangre se reconoce en el momento de perderla). En la número Uno está el Tribunal Celeste. Cuando alguien recién muere se va a esa nube y ahí se decide su identidad. La mía es el viento, esa gran respiración del mundo; una compensación, podría decirse, para alguien que vivió aspirando humo. Pues aquí estoy, ahuecando las alas como antes ahuecaba las manos para cubrir el fósforo y enseguida sentir el humo tibio entrando en los pulmones. Ni bien siento ganas de fumar, perdón, de batir alas, sé que hay alguien que me necesita en algún sitio. Ahí es cuando me lanzo a las cuatro esquinas del planeta, acudo desde el fondo del horizonte llano, desde lo alto de una cima, desde lo profundo de una grieta. Elijo el destino y la velocidad del aire. Esa es, más o menos, mi tarea. Otras nubes son animales, estrellas, árboles... Así que cuando lastiman, por ejemplo, a un árbol, están lastimando a un ángel.

Somnoliento estaba un día en lo alto donde vivo, cuando la soledad vino a decirme que me despabilara, que no es bueno estar siempre en las nubes. Iba a contestarle que los ángeles nunca estamos completamente ahí, pero la soledad ya había partido y también yo me dispuse a hacerlo. Un ángel está obligado a comportarse como tal, aunque quizás sería prudente no esperar demasiado de su condición: hay misterios en el cielo donde ni los ángeles pueden meter la nariz y una vez que han hecho todo lo que está a su alcance, lo que no deba suceder no ocurrirá y lo que tenga que pasar pasará.

Me concentré para resolver adónde ir, sabiendo que las rutas que conducen a nuestros deseos siempre tienen complicaciones. Pero, se es un ángel o no se es. Y yo estaba seguro de serlo. Entreví un cinturón de cumulus nimbus extendiéndose al oeste de los grandes aires del globo y, aunque no me sentía realmente cansado, decidí hacer un alto en una nube lenticular chata y lisa; desde ahí podía contemplar el campo a placer. La bruma se había disipado y en la lejanía aparecían las minúsculas casas de los pueblos. A su alrededor, tierras sembradas con maíz, trigo, alfalfa... Se me vino a la cabeza la idea de que aún estaba vivo al mortal aire libre, recorriendo esa región montado en mi tractor, sin un instante de tranquilidad para admirar el paisaje. Infectado de hormigueros y plagas de todo tipo, el mundo al ras del suelo es mucho menos amable.

He aceptado alegremente el desafío de ser ángel y no puedo dejar de sentirme algo dolido al reparar en que sólo se llama así a la gente ida. Morir no es nada del otro mundo. La cuestión radica en que nadie sabe quién está muerto realmente y todos tratan de venderte una pata de conejo. Uno no desea creer que la vida es un cuento contado por un tonto; nadie nos obliga a persistir en lo que somos. Mientras vivimos en la tierra siempre queremos más, y después añoramos lo que hemos perdido. Por eso, cuando estoy fuera de foco, miro el almanaque de las estaciones y encuentro puntos en común entre cosas que parecen distintas: ¿Acaso corresponde llamar muerte al invierno, única estación ligada, como el viento, al nacimiento de la primavera?. Para volar basta saber lo que queremos y lo que queremos nunca está a nuestro alcance. Se trata, pues, de una aventura sin término, viajando de luz a luz, regresando aquí para regresar allá. Sólo hay que recorrer la distancia necesaria, pretendiendo olvidar que has jugado la vida como quien tira los dados sobre el paño verde de una mesa semejante a la llanura hacia donde voy enfilando. No hay montañas a la vista; si las hubiera se asomarían una sobre el hombro de la otra. Lo que ahora me viene al encuentro está surcado de trazos claros, caminos acaso, pero sin presencia humana que me permita medirles la anchura.

 

 

Casi sin darme cuenta gano la planicie sintiendo, por un lado, la impresión de una libertad ilimitada; por el otro, la necesidad de seguir determinada dirección para saber quién me llama. Sin olvidar cómo se ven las cosas desde arriba, localizo el techo de una casa que me resulta conocida, con su banco de madera blanco en la vereda y dos ventanas en su frente. En el jardín trasero de la casa, colgada de un almendro se ve una hamaca y, tumbada sobre ella, balanceándose suavemente, hay una criatura mirando las ramas entrelazadas por encima de su cabeza. Cada tanto llueve sobre ella una flor minúscula y blanca cuyos pétalos relucen como si una mano tierna los hubiera cuidado. Sonrío viendo aquello y debo haber sonreído demasiado tiempo, porque el sol empezó a ocultarse.

Se desprendieron dos o tres florcitas. No hay árbol que refleje mejor el final del invierno: el almendro es el primero en florecer. La criatura, que resultó ser un bebé, cerró los ojos y, al hacerlo, me arrastró a su interior. Y entonces pasó lo que no me esperaba: de repente me vi en un tiempo anterior, sentado en las rodillas de un señor, y ese señor era yo mismo enfundado en mis viejas carnes. Se parecía tanto a mí como yo me recordaba setenta años atrás. Tanto se me parecía, que tuve la impresión de que aquellos setenta años se desprendían de él como polvo que se quita soplando una estatua. Empezó a dolerme la cabeza: a los ángeles suele ocurrirnos cuando de la nada aparece un recuerdo; ¿o sería el aro que se había desplomado sobre mis ojos y me hacía ver todo borroso? Los recuerdos son peligrosos, suelen causar problemas, aunque a veces también puedan consolar.

Me puse a llorar para derretir lo que fuera que viniera a inquietar lo angelical que hay en mí, mas no pude evitar preguntarme dónde van los olvidos. La vida es un libro abierto; la muerte es un libro que se cierra de golpe. Viví convencido de que el llanto era una vergüenza; ahora es un alivio, un baño caliente o frío: todo depende de la temperatura del aire.

El bebé lloró también y eso me hizo reaccionar: yo estoy a cargo de la vigilancia del aire y mi responsabilidad no puede compararse a la de los que solamente lo respiran. Un gato atravesó en diagonal el jardín entre la hierba verde y ondulante sin que nadie lo viera, salvo yo, claro está, dentro del niño y por sus ojos. El gato era joven, aunque no precisamente un minino, y se entrenaba a su manera raspando las uñas contra la corteza del almendro del que colgaba la hamaca donde se mecía el niño. Y a medida que se desprendía la corteza, aparecían manchas en el tronco. Al rato se detuvo y se acercó a la hamaca. Vi los ojos del gato que decían ser inocentes, aunque no aseguraban de qué. Pude notar cómo se arqueaba para dar un salto, listo a pasar el límite de lo inofensivo. El bebé había dejado de llorar y aproveché uno de sus bostezos para salir por su boca hecho una tromba. Se movió hasta la última hoja de las ramas más altas, mientras una lluvia de florcitas cubría al pequeño por completo. El gato salió disparado como si hubiera visto al diablo. El alma del niño no fue tocada por el espanto.

Desde la casa llega ahora una melodía. Alguien toca al piano una pieza clásica. Ah, dulce música disipando las sombras que de a poco se adueñan del jardín. Los recuerdos me llegan como antiguas caricias que siento en la espalda, entre mis alas. Si digo que fueron cinco minutos, el tiempo en que transcurrió todo aquello parecerá nada, pero después de cinco minutos, largos como otros tantos años que llenamos tragando saliva y lágrimas, fuimos salvados el niño y yo por la misma madre que apareció a recogernos. En la casa se encendieron algunas luces y pude oír: este bebé es un tesoro; lo pones bajo el almendro y duerme como un ángel.

 

 

* LAURA CALVO se radica en Bariloche en 1980. Ha sido premiada varias veces por su obra literaria. Obras poéticas: Angel Fauno, Conquista del Árbol,  Poemas Perros, Discursos Vivos, Un cielo sobre la cabeza basta, Chimangos y El ciprés descabezado. Obras narrativas: Piedras Blancas, Anote, querida, La más grande la más oscura, La patria de Laurita, Tándem y Crucigrama. De 1995 a 2010, edita la revista La Tijereta, en la Fundación Educativa Woodville y coordina un taller virtual de escritura (www.cibertaller.com.ar).

 

 

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