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JUGUETE RABIOSO

Hoy compartimos el cuento “Belita y Miguelito” de Natalia Amendolaro

En esta nueva entrega de la sección literaria curada por Diego Reis, un cuento de la escritora y periodista de la ciudad vecina de San Martín de los Andes. 
28/01/2023
Hoy compartimos el cuento “Belita y Miguelito” de Natalia Amendolaro

BELITA Y MIGUELITO / Por Natalia Amendolaro*

 

Eran otros tiempos, Miguel. Nadie hubiera entendido. ¿O crees que con explicarles habría bastado? No se podía. Había tantas cosas que no se podían. Por eso nos gustaba, porque estaba mal. ¿Qué sentido tiene la transgresión si nadie la castiga? ¿Para qué seguir con ella? Ya sé, vos me vas a decir que esto es más que una travesura, más que un desafío o un acto de rebeldía. Aunque haya tenido esa intención al comienzo, han pasado más de veinte años, Isabel, entre nosotros hay mucho más que una aventura.

Sos la única persona que me llama Isabel. Para todos los demás siempre fui Belita, como una vela chiquitita, frágil y maleable, de un único uso y fácil de conseguir. Aun cuando dejamos de ser chicos, cuando ya teníamos vidas propias y cargas acumuladas, yo siempre fui Belita y vos Miguelito, como el clavo que destruyó tantos neumáticos en la ruta al campo. El diminutivo me sigue dando náuseas y rabia y violencia y ganas de gritarles a todos que se vayan a la mierda. Pero no. Ya no se puede. Y además, ¿para qué? Se reirían a carcajadas, con un par de ronquidos de chancho gordo, algo de esputo, y ya está.

Belita y Miguelito. Si no fuéramos nosotros, bien podrían ser los nombres de dos gorrioncitos enjaulados, colgando en el porche de delante, arriba del banquito del abuelo, al lado del jazmín de la tía Cecilia. ¡Que olor horrible el de esa planta! Tan fuerte, invasivo. Imaginate vivir con ese olor todo el santo día, hamacados en una jaulita mínima, los dos juntos, alpiste caído en el tarrito de agua, todo mezclado y baboso.

Sí, así fue casi toda nuestra infancia: mezclada y babosa. De chiquito siempre se te caía la baba por el costado derecho de la boca. Se te formaban globitos repugnantes. La tía Cecilia te los vivía limpiando con su pañuelo de lino bordado, con cara de asco, refregando la tela con rabia por toda tu cara, que quedaba roja, y vos, en llanto. En esos momentos te daba la mano y nos íbamos lejos para que no te vieran llorar.

En el campo siempre había mucho para hacer, con tanto animal y tanta planta creciendo, dando frutos, madurando. Cuando no paría un chancho, daban a luz las gallinas, todos sus huevos con plumitas pegoteadas, las manzanas caídas, las pequeñas larvas, el olor a sidra. En ese chiquero éramos felices, Miguel, ¿te acordás?

Corríamos de un lado a otro atajando a los pollitos o desenterrando las papas. Tus cachetes llenos de tierra, los dientes con pasto. A los dos nos gustaba comer pasto, pero si volvíamos con la boca verdosa se armaba la podrida. ¡Manga de berrincheros!, gritaba la tía Cecilia, a la cabeza del malón. Que ¡qué desastre!, que ¡qué niños tan sucios!, que ¡qué mal portados! Mamá no decía nada y eso era peor que la reprimenda. Se quedaba callada, apretando las manos en el delantal blanco, frunciendo los labios, los ojos en el piso.

Siempre pensé que mamá debió ser una de las nuestras, de chica, torturada por la tía Cecilia, la tía Hortencia y el tío Evaristo. Tanto la embromaron que quedó así, dura y almidonada, como su delantal. Incapaz de hablar hasta para retar a sus hijos. ¡Pobre mamá! A lo mejor por eso le agarró lo de la garganta. Las llagas que le crecían como arbustos hasta que se terminó atragantando.

Pero bueno, la cosa, Miguel, es que mamá ya no está. No nos puede mirar más con sus ojos inundados, su boca hecha soga y sus manos enroscadas en cualquier trapo, con cara de desilusión y desesperanza.

Tampoco está papá para sacarnos del chiquero de las orejas, a las patadas, repitiendo el Padre Nuestro como si fuera mágico. ¿Viste que lo decía tan de memoria que algunas palabras quedaban sin pronunciar? Eso también me molestaba, pero a vos más que a mí. Ese era tu punto débil, que nos retara gritando alabanzas para dejarlas a medio camino. Ni una oración entera tiene tiempo de gritar, decías, ni una oración entera de tiempo para sus hijos idiotas tiene, llorabas. Idiotas nunca fuimos Miguel, distintos sí. Para vos, idiota era cualquiera que no se pareciera a la tía Cecilia. Papá la miraba a ella, sentada con las piernas cruzadas, la falda arremangada casi hasta las rodillas, inclinada ella hacia adelante, prestando atención a su tejido o bordado. Después nos miraba a nosotros, cubiertos de tierra, con pasto en los dientes y te juro que le veía las ganas de morirse. En esos momentos debía reprocharse el haber elegido a mamá y no a la tía Cecilia. Pero bueno, una que culpa tiene, ¿no, Miguel?

Una vez creo que los escuché hablar de eso, a papá y al tío Evaristo. El primero le reprochaba al segundo el haberle tirado a mamá encima, así, como si fuera un costal de harina y no la madre de sus hijos. ¿Ves? Por eso yo nunca quise casarme o tener hijos. Por eso y porque no podía, te tenía a vos, Miguel, y esa ya era suficiente ocupación.

Ahora, en cambio, ya no hay mucho que hacer. Los chanchos se llenaron de parásitos, las gallinas se volvieron puchero y las papas… ¿quién sabe? Un buen día dejaron de brotar. La tierra se hizo polvo, unas grietas gordas y profundas corrían de lado a lado, las hormigas se caían por los precipicios. Todo lo que nos rodea está muerto o se está por morir. ¿Me oís, Miguel? ¿Seguís ahí?

 

Me acuerdo de la primera vez que nos escapamos juntos a la capital. No debíamos tener más de diez años y ninguno de los dos llegaba a poner la cara delante de la ventanilla de la boletería del tren. Vos te enojaste y parecía que ibas a largarte a llorar. Pero no. Te paraste en pleno pasillo y le rogaste a una señora que nos comprara los boletos. Le hiciste pasar tal vergüenza que accedió solo para poder alejarse de vos. Después nos sentamos juntos en el último vagón, jugando a imaginar que viajábamos subidos a la cola de una serpiente. Las dos caritas pegadas al vidrio cuando el tren empezó a acercarse a la ciudad. Los ojos cada vez más grandes y redondos cuando pasamos por delante del asentamiento que se había formado al costado de las vías. Mi mano buscando la tuya para esconder, aunque sea, un par de dedos. El helado que compartimos en la estación, ni bien bajamos, antes de volver a subirnos al tren.

Ese día te vi distinto, Miguel. Más grande, más adulto. Durante el viaje de vuelta no me soltaste la mano. Yo te pedí que no lo hicieras, y no lo hiciste. ¿Te acordás, Miguel?

Es verdad, tenés razón, estábamos agarrados de la mano también en el cumpleaños de la tía Hortensia, un par de años más tarde. Nos habíamos sentado en el pasto, delante del porche trasero, y me preguntaste si no me molestaba usar corpiño. Me hiciste pensar un rato, la verdad es que no me había percatado de si me estorbaba o no. Al final te dije que a veces, que un poco. Entonces me dijiste que me lo sacara, por las dudas de que me fuera a molestar más tarde. Me viste renegar con el broche, metiste la mano vos y cuando terminaste de sacarlo me sentí aliviada, libre. El corpiño quedó en el pasto y como justo venía la torta te lo guardaste en el bolsillo del pantalón. Nunca más lo vi. ¿Todavía lo tenés, Miguel?

Bueno, bueno, no hagas tanto ruido, con lo tranquilo que es este lugar. Mirá cómo cantan los pajaritos. Me hace acordar a cuando fuimos al entierro de tío Evaristo. Cuánto gorrioncito que había en ese campo. Todos parecían tristes pero nadie lo estaba. Para las tías era un alivio enorme que se hubiera muerto. Nadie lo quería decir pero ese hombre era perverso. No me mires así, sabés que es verdad. Le molestaba absolutamente todo lo que tuviera vida, fuera animal, planta o persona. Papá contaba que cuando eran chicos, un muchachito de la cuadra le hizo una broma sobre el ángulo de cuarenta y cinco grados que formaba su pie izquierdo en relación al resto de su cuerpo y Evaristo se enojó tanto que empezó a tirarle piedras. Una terminó aplastando el ojo de la criatura y se quedó ciego. Ya sé que son cosas de chicos, Miguel, pero el tío creció y la maldad no se le fue. Me acuerdo de una vez que la tía Cecilia me tenía limpiando chauchas en la cocina. Ella estaba parada contra la mesada deshuesando un conejo y yo en el banquito del abuelo, casi al lado de la puerta trasera, meta pelar y pelar. No sé, tendría seis o siete años, ponele. Me había prometido que, si las limpiaba todas, me guardaba el corazón del conejo para comerlo yo sola. Por eso estaba muy concentrada cuando llegó el tío Evaristo y se paró detrás de ella. Al principio pensé que estaban hablando en secreto, por lo cerca que estaban, pero después él quiso meterle la mano por debajo de la pollera y ella casi le arranca los dedos con la misma pinza del conejo. Una uña le alcanzó a sacar esa vuelta. Por eso, y por muchas cosas más, nadie estaba triste en ese entierro y los pajaritos podían cantar tranquilos.

No te entiendo, hablá más fuerte, querés. Ah sí, tenés razón, mamá le tenía mucho miedo, pero ella le tenía miedo a todo: al tío, a papá, a la tía Cecilia, a nosotros dos, a los truenos, a los sapos. Lo de los sapos lo comprendo, lo demás es relativo. Ella no se defendía y por eso todos nos entreteníamos molestándola. Pero bueno, ya está, ya no se puede molestar a nadie, todos están muertos. El tío, papá, mamá, la tía Hortencia y también la tía Cecilia. La última de nosotros en irse, ¿quién iba a decir?

¿Te acordás cuando nos mandaba a limpiar el gallinero? Ya éramos grandes para ese momento y solo nos teníamos entre nosotros. Ella sabía que vos te pasabas todas las noches a mi cuarto y no decía nada. Se ve que te creía cuando le decías que la tormenta te daba miedo o que la gotera no te dejaba dormir o que mi cama tenía más resortes que la tuya. A lo mejor ni le importaba. En el último tiempo solo le interesaban sus retratos. La cara de tío Evaristo pintada de todas las formas posibles: a color, en negro, grande o chiquita, pero serio, siempre serio y severo. Su cuarto olía tanto a pintura que era imposible estar ahí sin desmayarse o alucinar. Sí, sí, eso te iba a decir, le hablaba desde las pinturas, él a ella, y ella le contestaba. Así terminó sus días, la pobre, obsesionada con decirle todo al tío. Un retrato por día. Pintaba, tachaba, pintaba, tachaba, y solos nos dejaba. Como ahora, sí, pero ahora es de verdad.

Mirá Miguel, lo que te quiero decir con todo esto es que ya están todos muertos, ¿entendés? Ya no hace falta escondernos. No hace falta la granja, ni el chiquero, ni el gallinero, ni los rincones de la casa a los que nadie nos iba a buscar. Ya no hace falta que escondas mi corpiño en tu bolsillo ni que me agarres de la mano para fugarnos a la ciudad. No queda nadie para sacarnos de la tierra a patadas y hacernos lavar la boca verde de pasto.

La casa está vacía, hay cuatro habitaciones que están cerradas desde hace años. No entra el sol en el hall de distribución ni en el piso de arriba. Poco a poco, todos los espacios fueron cerrando sus ojitos y solamente quedamos vos y yo, Miguel, en este cuarto, como dos objetos olvidados. Creo que ya es hora de que terminemos con todo esto, a los muertos no les importan los secretos.

Apaguemos de una buena vez la luz y cerremos la puerta. No, vos tenés la llave, acordate. No importa, dejá las cartas, dejá todo. No queremos llevarnos nada de acá. Cerrá la ventanita del baño, a ver si se mete un gato y después no sabe salir. Ya está. Tirá la llave nomás, a la acequia, así no se tienta ningún pobre diablo a querer habitar este lugar. Bueno, yo me voy para el lado de la avenida, ¿vos doblás? Tratá de no volver, Miguel, no es bueno para vos. Chau, Miguel, chau.   

* NATALIA AMENDOLARO. Lectora, escritora, periodista cultural. Estudiante del profesorado superior en Lengua y Literatura. Coordina, desde el 2020, el taller literario para adultos en la Biblioteca Popular La Cascada de San Martín de los Andes. Además, desarrolla su tarea periodística en el medio local Realidad Sanmartinense, donde se encarga de la sección cultural, y lleva adelante ciclos de crónicas y perfiles temáticos. En 2022, su relato “Exageraciones” obtuvo la Mención Especial del concurso del Centro Editor Municipal; y escribió el libro de no-ficción Cuenteros Comunitarios: otra manera de narrar el mundo.

 

 

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