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JUGUETE RABIOSO

Hoy compartimos “Mapinguarí” de Sebastián Fonseca

En la entrega 23 de la sección que cura Diego Reis, hoy un cuento del sociólogo, docente y escritor residente de nuestra vecina ciudad de Bariloche.
13/03/2023
Hoy compartimos “Mapinguarí” de Sebastián Fonseca

MAPINGUARÍ / Por Sebastián Fonseca *

 

Omitiré algunos detalles para no fastidiar, pero lo que diga será la pura verdad. Es bien cierto que cualquier idiota puede tomar un recuerdo y cambiarle algunas cosas, convirtiéndolo en relato. Pero ése no es mi caso, no soy un ilusionista de la palabra, sino un simple sobreviviente de mi propia ignorancia.

Quizá fuera mi voluntad de impresionarla lo que nos llevó hasta San Buenaventura, un pueblito perdido en la amazonia boliviana. Y, posiblemente, haya sido nuestra inculcada racionalidad lo que nos hizo desoír las advertencias de los pobladores, que tomamos como supersticiones o artilugios para fomentar el turismo.

Decidimos acampar a un par de kilómetros del pueblo, a orillas del río Beni. A media mañana, mientras armábamos la carpa, escuchamos algo similar al canto de un gallo. Nos extrañó que enseguida fueran varios y que, desde lugares distintos, parecieran contestarse. Fue al mirar hacia la parte visible del sendero cuando nos enteramos de que se trataba de niños que, al notar nuestra presencia y como disimulando, comenzaron a gritarse “¡Ya llegamos!”, “¡Ahí vamos!”, “¡Estamos acá!”.

Al mediodía, mientras comprábamos unos víveres en el precario almacén del pueblo, se me ocurrió preguntarle a la viejita que nos atendía por qué los niños de allí imitaban el canto del gallo para comunicarse.

-Todos lo hacemos cuando vamos por la selva -dijo.- Es para asustar a Mapinguarí.

-¿Mapinguarí?

-El demonio de la boca en la panza, el grande de olor feo. Mapinguarí se aleja cuando el gallo canta -dijo, y tuve que contenerme para no soltar una carcajada.

 

 

Esa misma tarde descubrimos un sendero estrecho que, en dirección contraria al poblado, se perdía entre la vegetación. Entusiasmados nos lanzamos a explorarlo. Encontramos el paso cerrado varias veces, por lo que tuvimos que hacer varios rodeos en los que descubrimos pájaros de colores impensables, trepamos empinadas pendientes. Notable fue cómo la temperatura bajaba a medida que avanzábamos. Luego de dos o tres horas de agotadora caminata llegamos a una zona desmalezada, pero cubierta por las copas de los árboles, en la que vimos un enorme ojo de agua, un pozo ancho y profundo. Flotaba en el aire un olor pesado, como de huevo duro.

-¡Huele a azufre! -dijo ella.- ¡Es agua termal!

Un lugar húmedo, inquietante. Varias rocas, cubiertas de musgo, rodeaban el pozo. Al asomarme pude ver, a través del agua transparente, una capa blanquecina, de apariencia gelatinosa, recubriendo las extrañas algas del fondo.

Ella pareció feliz por el hallazgo, ¡hasta se metió en ese caldo inmundo! Nadaba, sonriente, invitándome a acompañarla. Asqueado por el olor del agua, me quedé observándola nadar, preguntándome qué era lo que en realidad me atraía de ella.

Sin encontrar otro motivo que no fuera su cuerpo, las cuestiones que hasta ese momento habían sido señal de armonía, se transformaron en interrogantes. ¿Por qué, a sólo dos semanas de conocerla, le había propuesto hacer ese viaje? ¿Por qué aceptó con tanta alegría? ¿Tan aburrida era su vida? Lo poco que la conocía, me indicaba que la universidad había atravesado su mente sin dejar más rastro que un par de frases memorizadas, incomprendidas. Incluso, más de una vez le había escuchado decir “picza”. Pero, caminar con ella despertaba muchas envidias ¡y eso es lo que vale!, pensé. Y así se disolvieron mis repentinos cuestionamientos, para enterarme de que anochecía y habíamos olvidado la linterna.

De regreso, seguimos el sendero mientras fue visible. Si alguna vez has estado en la selva, sabrás lo que se siente cuando cae la noche y explotan los sonidos de la infinidad de criaturas que la habitan. Comprenderás, también, la sensación de estar desarmado y ciego en un entorno así, tan ajeno. Aunque lo de ciego es relativo, porque a los cuarenta minutos la vista se acostumbra y entonces es posible ver a una distancia de unos cinco metros.

Pero en la selva es muy difícil correr.

 

Avanzamos despacio, cuerpo contra cuerpo, adelantando un brazo para apartar el follaje; sobresaltándonos al tocar telas de araña, sentir el roce de alguna hoja en el cuello o escuchar aleteos y correrías entre la maleza.

Así anduvimos, desorientados, indefensos, hasta que oímos el sonido del río. ¡Sólo había que seguirlo y llegaríamos a nuestra carpa! Y entonces ocurrió. ¡Una presencia enorme nos bloqueó el paso! Sentí, en todo el cuerpo, el aire tibio de una respiración densa que olía a osamenta. Lo que vi fue una sombra descomunal, más negra que la oscuridad reinante; pero lo que creí ver… es incompatible con el lenguaje.

Dicen que lo dicho significa, pero lo hecho define. Y ésa fue mi oportunidad de conocer mi propia naturaleza, de saber de qué madera estaba hecho, de hacer algo de lo que nunca me había creído capaz. Con todas mis fuerzas, empujé a mi compañera hacia esa presencia infernal y escapé saltando entre la espesura, cubriéndome la cara con los brazos, hasta alcanzar el río y zambullirme. Atrás quedaban esos ruidos que nunca olvidaré: un sólo grito, gruñidos, dentelladas y esos chasquidos que, aún hoy, quiero creer que sólo eran ramas secas, quebrándose.

 

* SEBASTIÁN FONSECA. Sociólogo, docente y escritor. Reside en Bariloche desde 2012. Como escritor literario, ha sido distinguido en narrativa por Horizonte circular (Fondo Editorial Rionegrino, 2020), Vidas dichosas (Universidad Nacional de Río Negro, 2019) y Pueblo perdido (Editora Municipal Bariloche, 2016). En poesía, obtuvo reconocimientos por La Palabra Acorralada (Universidad Nacional de Moreno, 2018), Redes sociales (Editora Municipal Bariloche, 2017) y Los oficios (Universidad Nacional de Río Negro 2017). Algunos de sus textos forman parte de Patagonia Literaria VI. Antología poética del sur argentino, Editorial Inolas, Potsdam, Alemania, 2019. En 2021, la Editorial Chirimbote publica su ensayo La ilusión masculina, un texto crítico acerca de la construcción social de la masculinidad tradicional.

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