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JUGUETE RABIOSO

Hoy compartimos “9 de Marzo, de Karina García Albadiz

En la entrega 26 de la sección que cura Diego Reis, hoy un cuento de la profesora y escritora nacida en Valparaíso y residente en Santiago de Chile.
25/03/2023
Hoy compartimos “9 de Marzo, de Karina García Albadiz

"9 DE MARZO" / Por Karina García Albadiz *

 

Esbozo mi vida cual moralidad de la emergencia. Quizás la memoria empiece por las fotos… fotos que sacó nuestra madre para que recordemos nuestros cuerpos de niños y así nos acercáramos a ella y viéramos de dónde salimos —¿por qué el origen siempre es un “ella” que estrangula como cordón umbilical?

Dicha foto estaba permanentemente en la mesa de centro, creció conmigo, configuró un espacio. Una gordita de 9 meses, con manitos de empanada, ojos negros, pelo rizado, cara redonda. No podía sentarme sola, por eso mi mamá siempre explicaba que la mano que se dejaba entrever en la foto era de ella y que tenía escondido el resto del cuerpo para sujetar a ese otro que no tenía consistencia.

Se ve contenta, sus ojazos transmitían esa sensación de tener todo el tiempo y a la vez no necesitar nada. Era una guagua grande, que seguro ya había devorado la leche de su progenitora y que había sido cambiada debidamente de pañales (seguramente de tela, en ese tiempo no se usaban los desechables y si se hubieran usado, seguro eran muy caros para una familia de clase media tirando a baja como la mía).

Esa guagua, la de la foto, que en nada se parece a mí, nació en un momento nada parecido al instante en que se tomó esa foto. Nació apresuradamente, sorprendiendo a sus hermanos que eran tres (dos mujeres y un hombre). Era la menor, el conchito, la hija nacida de un descuido al perder su madre, a los 40 años, el anticonceptivo con el que ejercía su derecho a la maternidad voluntaria. Dicen que era un disco, llamado Ramses, que la mujer debía aplicarse antes de tener relaciones. Siempre me he preguntado qué consecuencias traía eso para el placer de mi mamá.

Decía que la de la foto nació apresuradamente. Esa tarde, a la progenitora le dolía el estómago y su esposo le dio un agua de ruda para calmarla… en cambio, el efecto le apuró el parto y esa niña nació en la misma casa y en la misma cama donde fue concebida (me perdonan, pero no creo que mis padres hayan sido tan ingeniosos como para buscar otro lugar donde concebirme, pero nunca uno sabe). Cuentan que todos mis hermanos estaban nerviosos y se asomaban a la habitación y que la mayor tomó la bicicleta y fue a llamar a la ambulancia cuadras abajo. Claro, la ambulancia no llegó a tiempo. Vivíamos en el paradero 18 ½ de un cerro del puerto, la última casa “barro humano arriba”.

La comadrona que atendió a la progenitora era su vecina, la comadre, mi Nina, mi madrina, en realidad mi hada madrina. Ese bebé que ella recibía tenía algo distinto a la foto antes mencionada, porque venía con el cordón umbilical enrollado al cuello, con claros síntomas de asfixia: rostro amoratado y sufriente. Claro, esas fotos no se sacan.

Y sin embargo, me parece estar viéndola o viéndome. Una cara de guagua afligida. Muchas veces pensé que habían inventado eso, como me contaron que me habían encontrado en el tarro de la basura y yo lo iba a ver y no parecía un lugar agradable de donde pudiera salir un ser humano. Entonces sabía que era mentira, pero siempre guardaba la duda, porque me servía para jugar con la imaginación. 

Como tantas cosas que nos cuentan los adultos son mentiras, pensé que lo del cordón umbilical estrangulándome también lo era. La niña en un mundo de adultos comprende rápidamente que este mundo tiene un juego perverso, pero motivador: esperar la reacción y reírse. 

Reírse de la inocencia. Pero, perrita —decía papá—, ¿cómo le hace caso; ve que solo están jugando? Mis padres me decían perrita, mi papá agregaba a ese diminutivo, “choca coludita”. Al parecer cuando gateaba chocaba con todo y era coluda desde chica. Los diminutivos me dieron un contexto social de clase baja sin saberlo.

Siempre pienso que cuando me nombraban, yo meneaba la cola,
orgullosa porque me prestaban atención y por lo tanto ratificaba que
me querían (en la infancia, atención y cariño son lo mismo, quizás
no solo en la infancia).

Sigo sintiéndome así, “una niña en un mundo de adultos”. Claro, el juego se ha complicado, pero todavía no me destruye, todavía me motiva para inventarme el día. Decía que lo del cordón era mentira, pero mi madrina años más tarde me lo comprobaría. Logré y no logré desprenderme de mi madre o ella de mí, pero nací a su pesar o el mío. Nací sana, pero llorona y rabiosa. Bueno, no era para menos; justo cuando uno más quiere vivir se le interpone una soga. En fin, heredé asfixia y ojos tristes de ese suceso.

Era el comienzo de una infancia donde nada falta, pero nada sobra; siendo pobre sin síndrome de pobre; sin esa ansiedad de coleccionar objetos, símbolo de la estrechez durante la infancia. Menos mal que nos sentábamos a tomar té con los pies colgando en las alturas, desde la higuera o desde los techos mirando el mar —triángulo lejano entre los cerros—, pero sin té de naranjas, de flores, mango o frutilla, menos con té de pétalos de rosa. Nuestro té era solo eso: té Club o Supremo para compartir la bolsita.

 

 KARINA GARCÍA ALBADIZ (Valparaíso, 1969) es Profesora de Castellano y Magíster Interdisciplinario en Estudios Humanísticos. Fundadora y coordinadora del Centro de Investigaciones Poéticas Grupo Casa Azul. Directora de la revista Botella del Náufrago. Ha publicado De bosque coronado (2009), ¿Dónde está la nuez para la ardilla? (2013) y Jardín de Epicuro (2015).

Centro de Investigaciones Poéticas Grupo Casa Azul: http://www.plexoamerica.cl

Correo [email protected]

 

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