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Obsolescencia Programada

En esta entrega, Ale de Rose reflexiona sobre la durabilidad de los objetos y afirma: “el gran negocio pasa porque todo dure cada vez menos". Escuchá su programa este sábado a partir de las 10:00 Hs. por FM Andina. 
17/08/2018
Obsolescencia Programada

Son momentos raros estos. En la calle, en la oficina, la charla en casa o en un bar. Ahora todos parecen expertos en policiales y en casos jurídicos. Son los géneros del momento y fueron superando tranquilamente en rating, día a día, noche a noche, a pavadas monumentales como el programa de Tinelli y algún otro que pulula dentro de ese otro integrante de la familia que es la televisión.

Ahí, entonces, en la pantalla de cuanto noticiero suelto, los flashes de apertura típicos de estas sombrías jornadas. Casi no hay editorial radial o televisivo que no tenga o vaya a tener su versión especializada en esos asuntos.

Y ojo que no sólo es cuestión vernácula lo de esta novela argentina. La tendencia es incluso continental. Y ahí está Brasil que se entregó a la engañosa privacidad de los detectives para tratar de hacer soportable el muy batuquero tufillo público. Incluso por Europa la cosa es compleja y hasta en aquellos felices y avanzados países nórdicos, los ricos también sangran. Porque ya se sabe: poca novela hay menos realista que la jurídica policial.

Y juro que no quiero ni voy a engancharme esta vez con todo este circo beat. Pero este asunto politiqueril me lleva a escribir lo de hoy y, a la vez, no hace más que recontra confirmarme una de las tantas aplicaciones de la implacable e infalible Ley De Murphy. Todo lo que funciona (o se creía que funcionaba) lo hace, simplemente, para tarde o temprano dejar de funcionar. Y parece que cada vez más temprano que tarde. Porque no nos engañemos, cualquier producto que antes se vendía, se lo vendía sustentado por esa virtud incalculable de lo duradero, de lo resistente. Ahora la cosa es distinta. Ahora se nos ofrece ese desdeñable don de lo efímero.

Me acuerdo de los juguetes Duravit y su slogan “Juguetes para toda la vida”, que no había forma de romperlos. De la vieja heladera Kelvinator de mi abuela Teresa, que vivió más de tres generaciones enfriando a la perfección hasta décadas después de su estreno y nunca se le ocurrió recalentarse, ni muchísimo menos, prenderse fuego de repente.

Ahora no. Ahora la cosa más normal es que todo se rompa. Y no es que maltratamos al producto, no lo tiramos de la cumbre del cerro Catedral ni muchísimo menos. Pero de repente, sin decir “agua va” y sin motivo aparente, todo deja de funcionar. Y ok, lo llevamos a arreglar. Como cuando a mi viejo le llevaban los televisores a casa para que los arregle y sin mucha historia les entregaba el aparato funcionando como nuevo. Ahora la cosa no es tan sencilla. Y lo que te dicen los técnicos es que no hay repuestos o que el arreglo va a salir tan caro, que mejor comprarse uno nuevo. Y vos te quedás duro preguntándote: “¿me están jodiendo?” para acto seguido contestarte: “Si. Efectivamente me están jodiendo”.

 El tema es que el gran negocio, desde que el mundo entró en modo informático, pasa porque todo dure cada vez menos y menos para enseguida tener que cambiarse por un modelo nuevo que, casi siempre, es más caro y termina siendo peor que el modelo anterior. Eso tiene nombre y apellido: Obsolescencia Programada. Asi se le ocurrió a un diseñador industrial yanqui que se llamaba Brooks Stevens, que fue quien, allá por 1954, empezó a usar en sus conferencias este término extraño. Para el tipo, esta definición tenía que ver con el objetivo final de la industria y era eso de meter en la cabeza del pobre comprador el deseo de tener un producto, el que sea, un poco más nuevo, un poco mejor y, en lo posible, un poco antes de lo necesario.

Y para tratar de explicar el ejemplo emblemático que hoy traigo al diario, hay que entender que toda esta historia también empezó por haber caído alguna vez en la tentación y haber mordido ese fruto que, te juro que en ningún lugar de la Biblia se precisa que haya sido una manzana, pero que en la biblia escrita por un tal Steve Jobs, sí lo fue.

Y ok, ya sé. Don Steve lamentablemente ya no está entre nosotros, pero nos sigue haciendo pasar las de Caín, diría mi abuela. Y la idea fue que lo que este buen samaritano nos vendió (y nosotros compramos), digo, en realidad no envejezca. Y es así que, cada tanto, nos envíe desde el Más Allá lo que se conoce como “actualizaciones”, que, se supo no hace mucho, en realidad desactualizan y hacen cada vez más y más viejo a ese ser tan querido, de los que hay varios en varias familias por el mundo y que se lo conoce como iPhone. Ese Yo Telefónico. Y es entonces cuando, otra vez, lo de más arriba: obsolescencia programada. Y claro, a los tipos descendientes del gran genio de lo eléctrico los pusieron en evidencia, y se armó, en principio, un lío interesante y ahí salieron a los empujones para pedir perdón por la confusión y porque la cosa tal vez no fue demasiado clara y que, a partir de ahora en adelante “….todo va a ser muy pero muy transparente” y bla, bla, bla… Pero eso sí, no se olviden que las baterías no duran para siempre y traten de actualizar el telefonito porque sino se van a arriesgar a que duren menos y hagan más lento todo y…otra vez eso de: “sí, me están jodiendo”. Porque en otras épocas algo mucho menor que esto hubiese puesto en quiebra a cualquier empresa y ahora fue entendido como un chistecito y vamos, que acá no pasa nada.

Y si, hubo quienes presentaron demandas y demás pataleos en contra de Apple acusándolos de programar la obsolescencia de sus aparatitos y así empujarlos a querer comprar uno más nuevo pero bueno, ya se sabe para quienes trabajan los mejores estudios de abogados y quienes son los que tienen la plata para pagarlos y pegame que me gusta.

Y me acuerdo de mi primer celular, el viejo y fiel Motorola PT500, con tapita que jamás necesitó ningún tipo de arreglo y me duró años, a pesar de los ruegos de alguna señorita de voz sensual en modo mensaje de voz de la compañía Movicom, cada vez más insistentes, para que devuelva ese viejo aparato y me modernice por lo último de la tecnología. Y se ponían muy pesados, a tal punto que, de noche cuando me acostaba para dormir, lo escondía abajo el colchón, no vaya a ser cosa que por la ventana entrara algún dron en modo operación rescate. Pero así y todo pasó el tiempo y acá estoy con un viejo iPhone 6s que, toco madera y acaricio aluminio reciclable, no tuve ningún problema (hasta ahora), salvo eso de los pedidos casi de religiosidad semanal, de que lo actualice. Cosa que ni se me ocurre porque ya sabemos de qué se trata la cosa.

Más allá de toda esta historia, casi todo es bronca, enojo, frustración y nada…necesito un Jack. Todos alrededor de la política actual son obsoletos de discursos programados. La triste grieta que, en realidad es una falla más grande que la de San Andrés, divide las aguas de dos extremos que, a decir verdad, acuerdan en sus principios. Cristina que resiste (ponele) mientras enfrenta cada problemita que se le presenta diciendo no saber nada de nada y pareciendo estar preocupada por si le entran al departamento de Recoleta o no. Por el otro Mauricio que con cara de Doctor Strange sale a decir “Tranquilos que no pasa nada”. Y así los dos, siguen, como ya lo dije en alguna nota hace unos meses, tratando de generar la engañosa ilusión de que nunca se les va a acabar las baterías para seguir haciendo absolutamente nada salvo darles de comer a sus propios reflejos.

Lamentos y tribulaciones de tontos y obsoletos reyes imaginarios. O no.

Y había jurado al principio que no me iba a enganchar. Así que le pego un sorbo a mi Jack y me entero, leyendo esas cosas que se me ocurre leer, que dicen que, de acá a unos treinta y pico de años, las máquinas y los hombres se van a fundir cortesía de eso llamado Singularidad y así el Homo Sapiens, como se lo conoce hasta ahora, va a ser descontinuado. Pero a no desesperar, que la buena noticia de semejante fusión entre el silicio y la carne, estará en la Inmortalidad. Pero basta, a mí ya no me joden más y seguro va a haber letra chica, ilegal, pero legal.

Y otra vez me siento náufrago, triste y abandonado, flotando ingrávido sobre un país y un mundo lleno de descontento, contando los días y las noches. Otros más y otras menos.

Lo que se vende, se vence y siempre se está a tiempo de alcanzar la categoría de obsoleto. Y que la dura vida dure lo que dure. O lo que el gran arquitecto haya definido como nuestra Obsolescencia Programada.

Porque al fin y al cabo, fuimos diseñados para fallar pasado cierto tiempo.

Pero para siempre.

 

Ale The Rose

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