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JUGUETE RABIOSO

Hoy compartimos, “Algo tiene que haber detrás del alambrado” de Mónica de Torres

En la entrega Nº 18 de esta segunda temporada de la sección que cura Diego Reis, un cuento de la escritora barilochense.
21/04/2024
Hoy compartimos, “Algo tiene que haber detrás del alambrado” de Mónica de Torres

Algo tiene que haber detrás del alambrado

 

Sentada frente a su máquina de coser, mira nevar por la ventana, mientras el té humea en la taza. Las galletas recién salidas del horno están enfriándose sobre la mesa de la cocina y toda la casa huele a canela, jengibre y clavo de olor. Hay poca luz para sus ojos cansados, pero sabe que todavía tiene tiempo para terminar los trabajos. Se deja ir en ese paisaje que ya hizo carne en su vida. No hay ruidos cuando nieva, piensa como todas las veces que ve nevar. Los pájaros observan en silencio desde el alambrado y los perros se acurrucan cerca de las estufas. Aprendió a amar esta pampa hostil y salvaje, quizás porque lo que había para añorar de su tierra no era más que hambre y miseria.

Oscurece temprano. Los niños no están en la casa, pero si se concentra puede escucharlos reír, tirarse bolas de nieve, puede ver las bufandas, los guantes y los cachetes rojos. En unas horas habrán vuelto.

Con cuidado dobla la labor terminada y separa la que deberá terminar mañana. Pone en atados distintos cada pedido, que entregará cuando pare de nevar. Antes de que oscurezca sale a sacar la ropa colgada bajo el alero. Está tiesa. No logra secarse en el día si no hay viento, como ahora, como cuando nieva de esta forma, tranquila y abundante. La recoge con cuidado. Si la dobla se romperá. Eso lo aprendió a fuerza de heladas. La junta en un canasto que deja sobre la mesa. Pone la plancha sobre la cocina y vuelve a salir a buscar unos palos para el fuego. Por suerte Deian ha dejado mucha leña cortada. Escucha a la vaca en el establo. ¡Rwy'n mynd!, le grita, ¡ya voy!

Ahora, mientras plancha, tiene las manos rojas. Le pican y le duelen. Porque antes de esto se calzó las botas, se puso la chalina sobre los hombros y la apretó contra el cuello mientras caminaba apurada hacia el galpón. Las gallinas rompieron el silencio cuando la escucharon llegar. Entró y se sacudió la nieve seca que se le juntó sobre el pelo y la ropa en los pocos metros que caminó desde la casa. No puede correr. El vientre le pesa ya. Tomó una brazada de pasto y la acercó a la vaca. Mueve la cola como un perro. Juntó maíz con el tarro y lo hizo llover sobre las gallinas que corrieron siguiendo el movimiento de su mano. Recogió los pocos huevos que había y vio que los tachos con agua estaban helados, pero decidió no hacer nada. Le cuesta agacharse. Luego Deian se ocupará, piensa. Volvió a la tibieza de su cocina lo más rápido que pudo.

Ahora mientras plancha se cuece el pan para la cena. Tiene ganas de cantar y las únicas canciones que sabe son canciones de cuna. Canciones que cantó a sus hijos y a los hijos otras que cuidó y quiso. Holl amrantau'r sêr ddywedant, Ar hyd y nos, Dyma'r ffordd i fro gogoniant, Ar hyd y nos*. El niño que viene la habrá escuchado ya cuando nazca. La entona suave y cada palabra la llena de melancolía. Piensa en su madre y se piensa tan sola en esta vastedad blanca. Ha parido seis hijos ya, y pronto otro. Piensa en su madre y un aroma de sal y de viento del mar se le enreda en su pelo de niña. La añora en estos días silenciosos. Ya no se acuerda de su cara, pero sí del perfume de su piel y de la transparencia de sus ojos. De su infancia recuerda el frío húmedo cortándole la piel, el hambre que no la dejaba dormir.

 

 

FOTO: NATALIA BUCH

 

Con diez años, un atado de ropa, una bolsita de tela con unos bollos dulces y su muñeca salió de madrugada hacia el puerto. Su padre la abrazó como nunca había hecho y una mujer que no conocía la guió de la mano por una escalera angosta que la llevó arriba del barco. De este viaje tampoco recuerda mucho, excepto que tuvo que trabajar en cosas que su mamá le había enseñado. Recitó sus oraciones todas las noches, cosió, lavó, atendió a dos niños que iban con ella y cuidó de la señora que la acompañaba. No se imaginó que nunca más pisaría su tierra, que nunca más sentiría la tibieza de las manos de su madre. Se pregunta si fue feliz en esa infancia, pero no puede decidirse. El hambre era un demonio que la lastimaba por dentro.

El viaje en barco fue largo, eso sí lo recuerda. Cuando volvieron a pisar tierra le costaba mantenerse de pie. Juntaron todos los baúles, muebles y bolsas, y esperaron una carreta que los llevara a la nueva casa. Varios días les había llevado llegar a esta tierra que ahora ve por la ventana, espaciosa, transparente, extraña. Mira sus manos mover la plancha sobre la tela húmeda y el vapor que sube, y le vienen a la mente esas mismas manos pequeñas, llenas de ampollas de lavar la ropa en el río, de hurgar la tierra sacando papas, de luchar contra las espinas para cosechar la fruta. No puede decirle a nadie que tiene estos pensamientos. No está bien, lo sabe, y debería estar agradecida. Reza un salmo para alejar ese diablo que se cuela en su mente, pero siente que Dios fue injusto y quiere llorar, pero no puede.

Deja la plancha sobre la cocina para que vuelva a calentarse y se acaricia el vientre. Piensa con cariño en el día que conoció a Deian y se asombra de todo lo que hicieron en tan poco tiempo. Construyeron su casa y plantaron los árboles que ahora dan sombra en los cortos veranos. ¿Tantos años han pasado? Nunca volvió a salir de ese lugar. Trabajó la huerta, cuidó sus animales. Al principio rezó porque quería volver a casa. Ese alambrado, tan tenue como tenso, fue a la vez su seguridad y su trampa. Poco a poco se fue haciendo parte de este paisaje. Ahora sus manos son las ramas frondosas que cuidan a sus hijos, y ellos son sus raíces.

Un dolor punzante le recorre todo el cuerpo. Mira por la ventana esperando ver a Deian pero no hay nada más que un silencio blanco que lo cubre todo. Ya oscurece y todavía no llegan. El dolor se retira. Busca una palangana y varios trapos limpios que tenía preparados por las dudas, aunque faltara un tiempo todavía. Sabe lo que tiene que hacer, pero no quisiera hacerlo sola. Tiene miedo. Agrega más leña al fuego. Pone una pava a calentar y cuando está llenando la segunda, una nueva contracción la recorre, implacable. No puede levantar la pava. Otra contracción. Busca con la mirada algún indicio en el horizonte, más allá del alambrado, pero nada se mueve afuera y ya es mucha la nieve acumulada. Una catarata de agua tibia le moja los pies. Se agacha y casi doblada llega a la cama. Otra contracción y esta vez más fuerte. Se acuesta y ya está todo en penumbras. No alcanza a prender el farol. Con una mano enrosca un trapo en el respaldo de la cama. La humedad, la tibieza, la sangre, el miedo, el desamparo. Dónde estás madre mía, piensa mientras puja. Tira del trapo y aprieta los puños. No puede mirar por la ventana. Una figura de un caballo al tranco, con los niños abrazados unos a otros, se adivina a lo lejos. Deian tira de la rienda. Ella tira del trapo. Deian tira de la rienda. Ya casi.

 

*Primeros versos de una canción originaria de Gales: Todo el centellear de las estrellas dice / durante la noche / “Este es el camino al reino de la gloria”/durante la noche.

 

 

Expulsados por los terratenientes ingleses que avanzaban sobre Gales e impedían el uso del idioma y la práctica del culto galés, e incentivados por el gobierno argentino que asumió el compromiso de otorgar cincuenta hectáreas de tierras por familia y herramientas para las tareas agrícolas, un grupo compuesto por 153 galeses arribó a la costa chubutense en 1865. Los veinte años posteriores a este hito se caracterizaron por la lucha por la supervivencia, el inicio de prácticas agrícolas, las dificultades ocasionadas por el desconocimiento del medio ambiente y las inclemencias climáticas. Aproximadamente desde 1885 a 1914, en sintonía con el afianzamiento en el país del modelo agro-exportador aumentaron las exploraciones de los colonos galeses hacia los valles cordilleranos para incentivar su poblamiento. En esta historia de migración a tierras desconocidas y el desarraigo territorial y cultural, se inspiró el cuento "Algo tiene que haber detrás del alambrado", publicado originalmente en el libro Nosotras somos ellas. Cien años de historias de mujeres en la Patagonia (EDUCO, 2023) de descarga gratuita en la página de la autora, y luego incluido en Presas (La Grieta, 2023).

 

 

*MÓNICA DE TORRES CURTH (Bariloche, 1961) se especializa en el género cuento. Participó en antologías: Casi Nada en el Viento (La Luna Que, 1999), Estación 13 (FEM, 2008), y en varios números de la revista anual de la Escuela de Arte La Llave Recuento. Obtuvo numerosos premios, entre ellos por la obra Todo lo que debemos decidir (Editorial de la UNRN, 2017), y por El camino de la izquierda (Fondo Editorial Rionegrino, 2018). Con esta última editorial publicó, en 2019 Circulares, en coautoría con Cecilia Fresco. En 2023 publicó Nosotras somos ellas. Cien años de historias de mujeres en la Patagonia (EDUCO, 2023) junto con Laura Méndez y Julieta Santos, y Presas (La Grieta, 2023), su nuevo libro de cuentos breves. En noviembre de 2023 recibió el tercer premio en la quinta edición del Concurso de Crónica Patagónica con su obra "Mirar al monstruo a los ojos" y también su cuento infantil "Historia de un Ecosistema" fue seleccionado por el Plan de Lecturas Río Negro, para la colección “A leer, Río Negro”.
Página web: https://monicadetorrescurth.com.ar

 

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