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MEMORIAS

La historia de Jean Pierre: "Mis Comienzos en Villa La Angostura" (Cap 5)

En esta quinta entrega, Jean-Pierre Raemdonck cuenta increíbles anécdotas y peripecias que debió vivir en su arribo definitivo a la Argentina y Villa La Angostura.
23/01/2021
La historia de Jean Pierre: "Mis Comienzos en Villa La Angostura" (Cap 5)
Los tres mosqueteros, Tom, Jean, Jean-Pierre
Los tres mosqueteros, Tom, Jean, Jean-Pierre

on alegría me reencontré con mi patria y todas sus ventajas. Pero después de las grandes extensiones que había encontrado, Bélgica me parecía muy chico por sus numerosos habitantes. Le faltaba el espacio que había descubierto en Argentina

Es así que avisé a papá y mamá mi decisión de irme a ayudar a Jean en Argentina. A la mañana siguiente, ellos me contestaron que aceptaban con la condición que volviera un año después, para confirmar mi decisión de establecerme definitivamente o de mi retorno a Bélgica. Ellos aceptaban mi proyecto, me daban confianza y me acompañaban en este nuevo desafío.

Les estaré siempre agradecido por haberme entendido en ese momento decisivo. Después, me fui a contarles  a los amigos y familia mi nuevo proyecto. Solamente mi tío Paul mostró su desacuerdo. Él y la tía Jeanne habían sido, desde mi infancia, mis padres adoptivos.

Nunca olvidaré mis largas estadías en su gran casa con mi prima Claire. El tío me explicó claramente que si hubiera elegido un país como los Estados Unidos o Canadá, hasta me hubiera ayudado económicamente, pero no querían saber nada de Argentina. En el momento, no los entendí.

Hoy, después de más de 50 años en Argentina, los entiendo mejor.  Igual no me quejo de mi decisión de aquella época. En realidad mi esperanza no era de enriquecerme. Jean me había contado sus intenciones y me había contagiado su ideal. ¿Y quién no es idealista a los 20 años? Se trataba de participar al desarrollo de un pequeño pueblo perdido en la Cordillera de los Andes en la Patagonia. 

Al final, todo el mundo aprobó mi decisión, hasta el tío Paul que me vendió a buen precio su coche Ford de lujo con caja automática, para llevarlo con mi equipaje.

Desgraciadamente, yo no sabía todavía lo que era la aduana argentina con sus reglamentos y su corrupción. Había averiguado en el Consulado de Argentina en Bélgica, lo que podía llevar como residente. Tenía derecho a traer mis muebles y lo necesario para mi oficio. En cuanto al vehículo, lo podía entrar solamente por seis meses con una prolongación de seis meses más y después tenía que ser repatriado.

Por el coche, no me hacía problema, pero no iba a expatriarme sin una moto, en un lugar ideal para el motociclismo “Todo Terreno” y agregué a mi equipaje dos motos de trial BSA. Una con su documentación igual a la del coche Ford del tío y la segunda, sin papeles, desarmada, para repuestos, visto que no iba a encontrar ninguna agencia BSA en Argentina.

El coche, las motos y un cajón de herramientas salieron por barco desde Bélgica y a los dos meses después de mi regreso con Charles, yo salía para Buenos Aires en avión con escala en Dakar y Rio de Janeiro. En el aeropuerto de Buenos Aires me esperaba Jean acompañado de su familia. Ellos me recibían como un nuevo miembro de su familia. Me sentía adoptado por ellos. Una verdadera adopción, que no había tenido en cuenta el tío Paul.

El barco con mi equipaje, no había llegado todavía. Durante los días de espera, acompañaba al papá de Jean en sus diversas actividades. Amistosamente, me contaba sus experiencias y las ventajas que ofrecía la Argentina. Temprano en la mañana íbamos a ver el entrenamiento de sus caballos de carreras. Tenía la pasión por los caballos pura sangre.  Algunas veces lo acompañé pasando lindos momentos en Mar del Plata en su compañía. 

Por fin, el diario anunció la llegada de mi barco. Me fui al puerto para empezar los trámites de aduana. Durante dos semanas fui todos los días. Muchas veces acompañado de Jean que seguía probando entrar su vehículo, sin ninguna coima. Sin duda que los aduaneros nos tomaban por unos imbéciles. Por mi lado, rápidamente se habían dado cuenta que había una moto demás, no declarada y me la sacaron. Para las herramientas me dijeron que si eran para ganar dinero, no las podía introducir en el país.

Les contestaba que el Cónsul de Argentina en Bélgica, me había dicho que como técnico electro/mecánico, las podía traer, como herramientas de trabajo. Me contestaron que el Cónsul no tenía nada que ver con la aduana y que teníamos que cumplir con el reglamento. Así que además de la moto, me confiscaron mis herramientas. Estaba furioso. Seguramente que un billete de 50 dólares, metido entre los papeles hubiera arreglado todo. Pero nuestros principios no nos permitían eso.

Después de dos semanas, con muchas horas de espera en las oficinas de aduana, por fin arranqué el Ford del tío Paul y salí de este lugar maldito con solamente la mitad de mi equipaje. Nunca, me había imaginado esta situación.

Al día siguiente salíamos hacia el sur, a bordo de la “Estanciera” de la familia Groverman y de mi Ford de lujo, las dos repletas de equipaje. La primera etapa era hasta la Estancia. Apenas salido de Buenos Aires, en pleno campo, olvidé rápidamente los malos momentos pasados en la aduana. Después de algunos días en la Estancia, salimos hacia Bahía Blanca, donde pasamos la noche.

Al día siguiente, después de 50 km, el asfalto se terminaba. Empezaba la tierra y el polvo en una zona árida, casi desértica. El polvo entraba por todos lados. Unos cuarenta kilómetros antes de Neuquén, reencontramos con alegría una ruta pavimentada. Acá en el medio del desierto, aparecían las chacras y viñedos de los colonos, principalmente españoles e italianos. Una zona en pleno desarrollo. Bajamos en el “Hotel Confluencia” en pleno centro de Neuquén, al lado de la estación del ferrocarril.

Apenas bajábamos de los vehículos, un mozo del hotel se precipitaba con un gran plumero para sacarnos  el polvo acumulado desde Bahía Blanca. Faltaba solamente un día de viaje para llegar a mi futuro domicilio. Muy temprano dejamos Neuquén y salimos en dirección a la Cordillera de los Andes. La ruta era una pista trazada en el desierto, con una superficie muy ondulada, debido a las suspensiones de los vehículos, que hacía saltar continuamente las cargas y los pasajeros.

Para remediar el mal estado de estas pistas (serrucho), los choferes de camiones salían de la huella oficial para transitar en pistas improvisadas al lado del camino. Había momentos que no sabíamos que trazado tomar. Por suerte, se veía la Cordillera en el horizonte y bastaba dirigirse hacia el oeste. Pasamos al lado de varios pozos de petróleo y de la pequeña ciudad de Plaza Huincul, donde fue descubierto el primer pozo petrolero. 

Era realmente el  “Farwest” argentino. Durante esta etapa pensaba en los colonos americanos del fin del siglo XVIII y principio del XIX. Poco a poco llegábamos  a la pre-cordillera. Los vehículos funcionaban bien y mamá Groverman apreciaba la suspensión del Ford, comparándola a la suspensión durísima de la Estanciera. En estos años, no convenía viajar con un solo vehículo por el riesgo de quedar  sin auxilio. Descubrimos algunas estancias con sus praderas bien alambradas en el fondo de los valles y al mediodía cruzamos Junín de los Andes y  paramos en San Martín de los Andes para almorzar.  San Martín, a la orilla del lago Lácar, era un lindo pequeño centro comercial de una zona ganadera, con  un gran porvenir turístico, sin lugar a duda. En esta década de 1960, todavía había pocos hoteles y el Centro de Esquí no existía todavía. Las rutas eran muy malas para promover el turismo. Los coches costaban mucho y sus dueños los cuidaban.

En la tarde, tomamos la ruta de “Los Siete Lagos”. Era más bien un camino que una ruta, trazado entre las montañas, en mayor parte en la selva con cientos de curvas. Parecía un circuito de motocross para coches. El buen tío Paul, nunca hubiera imaginado que su Ford iba a transitar en estas huellas, en un paisaje bellísimo que me llenaba de admiración. Después de 5 horas de curvas, subidas, bajadas, pozos, etc., llegábamos al final de la tarde a Villa La Angostura y nos dirigimos hacia el chalet “Las Piedritas” de la familia Groverman. A partir de la entrada de la propiedad había que recorrer por lo menos un kilómetro de sendero pintoresco, pasando por un gran tambo para explotación lechera, que hacía parte de la propiedad. Por fin, apareció el chalet.

Era todavía más majestuoso que en las fotos diapositivas. Lo más extraordinario fue para mí, cuando, entrando en el hall, Jean me abrió la puerta corredera del living con su gran ventanal que ofrecía una vista majestuosa al lago y las montañas, bajo un cielo todo celeste. El arquitecto supo valorizar este paisaje único. Era el reconocido arquitecto Alejandro Bustillo, proyectista de numerosos y espléndidos edificios en toda la zona.                        

Al día siguiente, me levanté temprano y fui a pasear alrededor del chalet. ¡Que espléndido paisaje! No lo podía creer y tomé la decisión de realizar mi vida acá. No quedaba más duda.

El chalet “Las Piedritas”

Villa la Angostura cuando llegué.

Vista del Cruce desde Plaza San Martín

 

Vista del Cruce en el año 1961. El caballo era en esta época, el medio de transporte común, los chicos iban a la escuela en ese tipo de vehículo “4 x 4”, dando un encanto Farwest a La Angostura. Hay que notar que en estos años el Centro Comercial principal se encontraba en el puerto con la ventaja de su acceso lacustre. Allí estaba el Almacén La Flecha, la Carnicería, el Correo, el Juez de Paz y la Escuela. En cada uno de estos lugares se podía atar los caballos a un largo palenque. Al mediodía cuando salían los alumnos de la escuela a pleno galope, parecían ser los actores de una película de cowboy.

Durante Enero y Febrero de 1962, conocimos las pocas familias acostumbradas a pasar sus vacaciones en este lugar paradisíaco. Pero muchos jóvenes  encontraban el lugar demasiado tranquilo en comparación a la Costa Atlántica, por lo menos según su punto de vista.  Eran: los Lanari, Badessich, Frías, Cavanagh, Ibarzabal, Steverlynck, de Elizalde, Gándara, Goldstein, Brook, Cánepa, etc. Ninguno de ellos creían que íbamos a pasar todo el invierno aquí.

¿Qué íbamos a hacer durante estos meses de lluvia y nieve? Preguntaban ellos. Todos eran de Buenos Aires y no imaginaban nuestros proyectos. Pero a final del otoño, Jean me avisó que tenía que viajar a Bélgica para asistir al casamiento de su hermana Kathleen. Me quedaba solo, pensando que se trataba de un viaje corto, de menos de dos meses, pero volvió solamente después del invierno. Entre Abril y Noviembre, había tenido la oportunidad de conocer a todos los habitantes del pueblo. Todos me adoptaron como el campeón de motos, por las demostraciones que me pedían hacer, cada vez que aparecía alguna personalidad importante. Con la ayuda de las autoridades locales, había organizado una primera competencia de Trial, seguida por un primer Motocross. También, hice amistad con el matrimonio Emilio y Vali Feliú, en esta época, médicos recién recibidos, responsables de la salud de los 600 habitantes de la zona.

Ellos fueron los primeros médicos del hospital recién construido en 1963. La Provincia les facilitaba  una casa amplia situada al lado del hospital, pero muy mal calefaccionada con leña de la zona y con el mismo inconveniente para el agua caliente producida por un calefón a leña. En esa época, ducharse con agua caliente era un lujo. Ellos habían pasado su luna de miel,  en una de las pequeñas islas de la Bahía de Puerto Manzano y se encontraban a gusto entre los habitantes, que en general disponían de buena salud. En sus momentos libres, Emilio aparecía en mi tallercito donde lo ayudaba a fabricar su primera embarcación.

Los Doctores Emilio y Vali Feliu, en la entrada del hospital, esperando los pacientes…

Teníamos como amigos comunes a la familia von Rennenkamp, rusos blancos, escapados de Rusia comunista, todos muy artistas en música y pintura, que administraban un albergue/restaurante durante el verano, en la Bahía de Puerto Manzano. Lugar hermoso valorizado a principio del siglo por unos colonos. Otro amigo era el fotógrafo Tratnik, yugoslavo que se había escapado del régimen comunista, denunciado por su mujer que criticaba sus ideas independientes. Se salvó, llevando  solamente su máquina de fotos “Leica” que le permitía ganar su vida.  En estos tiempos, en Angostura muy poca gente poseía una máquina de fotos y había que llamar a Tratnik para las grandes ocasiones: casamientos, bautismos, cumpleaños, etc. Su única competencia, que ofrecía el mismo servicio era el farmacéutico “Soria”, que sin ser diplomado vendía algunos remedios entre artículos de librería, revistas, etc. 

A propósito de pobladores no muy profesionales, estaba también el dentista Coppello. Un día, en lugar de curarme una carie, me arrancó una muela sana y después de darse cuenta que se había equivocado, se disculpó, explicándome que yo no tenía que preocuparme y me arrancó la muela cariada. Tuve que meterme en cama, y perdí sangre durante dos días. Aprendí que en el futuro me iba a convenir viajar a Bariloche para salvar el resto de mis dientes.

Durante la Organización del Primer Trial, conocí otro problema del país. Había elegido como controladores de los obstáculos (NON STOP), las autoridades  respetables del pueblo: el Juez de Paz, el comisario, el jefe del correo y sus colegas, etc.  Habíamos invitado unos participantes de San Martín y Bariloche. Había dado algunas clases a los participantes angosturenses y podíamos ganar la prueba honestamente. No pensé que algunos controladores, para ayudar a sus amigos locales falsificaban los puntos. Lo que provocó terribles discusiones. Además, la mayoría de los competidores no habían entendido que se trataba de una prueba de habilidad y no de una prueba de velocidad y habían terminado entre los primeros el recorrido sin tener en cuenta de sus faltas en los obstáculos, donde se determinaba la destreza de los participantes. Eso por no leer, ni escuchar la reglamentación con atención antes de la competencia. Por suerte el responsable del asado salvó la situación. En este momento, no me imaginaba que iba a organizar tantas pruebas de motos y ser una personalidad en la especialidad, en Argentina y Chile. En Bélgica, una revista de deportes  público un artículo con foto del primer trial en Argentina. 

Un día, volviendo de la oficina de correo, vi una casa con costa al lago en venta. Los vendedores eran dos hermanos (Fernández) que vivían en Bariloche. Cuando los fui a ver, me dijeron que el precio era 2.500 dólares. Les expliqué que no tenía más de 2.000 dólares, que  había traído de Bélgica. Me dijeron que eso no tenía importancia, que podía pagar el saldo más adelante. Les contesté que eso era imposible, visto que no ganaba nada. Una semana después los dos hermanos aparecieron en Angostura, preguntándome si tenía todavía los 2.000 dólares y salimos a la Escribanía Sportuno de Bariloche a firmar el boleto de compraventa. No podía creer que en tan poco tiempo me había hecho propietario de una casa tan bien situada, sobre la costa del lago.  Escribí eso enseguida a mis padres.

Conté mi compra a mis amigos von Rennenkamp de Puerto Manzano. Ellos me explicaron que para los estudios de sus hijos, habían decidido ir a vivir en los alrededores de Bariloche y que no iban a poder atender más el servicio de comida para los pasajeros de la lancha Cristina, durante los meses de verano. Me aconsejaron aprovechar esta situación para ofrecer este servicio de comida en mi casa. Bastaba transformarla en restaurante. Les contesté que nunca en mi vida había cocido una papa. Me dijeron que eso no tenía ninguna importancia, que se repetía el mismo menú cada día, que era fácil formar una cocinera para eso y que en el inicio me podrían prestar las vajillas necesarias y me podrían mandar los chicos para los primeros almuerzos.

Cuando llegó Jean, le expliqué mi intención de abrir un restaurante, me tomó por loco. Pero después de pensarlo bien, encontró que la idea no era tan mala y que podríamos vender algunos productos producidos en su campo  “Las Piedritas”. Nos quedaba poco tiempo antes del verano para transformar el inmueble en restaurante, fabricar los muebles y conseguir el material necesario para 60 cubiertos.

Los Tres Mosqueteros: Tom, Jean y Jean-Pierre.

 

Es entonces que llegó Tom Van Dieren. Compañero de Jean, durante su servicio militar en el Congo Belga, durante los disturbios provocados por la independencia de la colonia. Jean había entusiasmado a Tom, técnico agrónomo, en venir a trabajar en Argentina. Y por casualidad, Tom había trabajado durante sus vacaciones en un restaurante en Inglaterra y había adquirido una cierta experiencia. Además era muy sociable, tocaba la guitarra, la trompeta y conseguía la simpatía de todos.

El primer trabajo fue de rellenar con tierra la entrada, donde se formaba una gran laguna después de cada lluvia que cortaba la entrada. Tom encontró la solución. Ofreció a la directora de la escuela (Norma Munar) de aplanar el patio de recreo de la escuela que se encontraba con pendiente. Lo que le pareció muy bien. Con los bueyes y un catango con  sus ruedas de madera maciza de “Las Piedritas”, Tom y Epuyao hicieron el transporte del exceso de tierra del patio de la escuela. Fueron por lo menos cien viajes de catango con los bueyes además de las cargas y descargas a pala. Al final del día fabricábamos las mesas. Para las sillas, Jean fue a comprar unas sillas muy económicas, con asientos de paja en Bariloche. Las cargó en el acoplado, remolcado detrás de la “Estanciera”. Pero cuando llegó, el acoplado estaba vacío. Salimos de noche a la búsqueda de nuestras sillas, que encontramos a 60 kilómetros, cerca del río Limay. Pasando el puente, el acoplado había saltado y las sillas habían sido eyectadas.

A pesar de eso y otros inconvenientes, poco a poco, nuestro restaurante tomaba forma. Para los vecinos, éramos locos por trabajar tanto. Un vecino, era el Hotel Angostura. Su gerente, era Don Sesto Igidi, un alegre italiano con gruesos bigotes, intendente de la localidad, que habíamos bautizado “Don Pepone”. 

Se nos ocurrió este nombre por sus amigables peleas con nuestro Párroco, el  Padre Miche, a quien invitaba a almorzar todos los domingos después de la misa. Don Igidi, sin perder su buen humor, nos bautizó con el nombre de “Los Tres Mosqueteros”. Lo que fue el origen del nombre de nuestro restaurante. Faltaba solamente “Dartagnan” (mi hermano Michel) que apareció algunos años después. 

 

 

Los 3 Mosqueteros: Jean-Pierre, Tom y Jean.

 

Dina, Paulina y Trinidad.

El restaurante “Los Tres Mosqueteros” tenía un gran inconveniente. El otro vecino, era la usina eléctrica de Parques Nacionales. Su motor hacía un ruido insoportable además de hacer vibrar todo el edificio. Por suerte la usina funcionaba solamente desde las ocho hasta las doce horas y de las dieciséis hasta las veintidós horas. Nuestros clientes iban a poder comer tranquilamente. Otro inconveniente de nuestro edificio era su instalación sanitaria. Lo que provocaba numerosas inundaciones.

Un día, desesperado llamé al plomero del pueblo. Pero al darme cuenta que no sabía más que yo, le mostré en un libro que había traído de Bélgica, como solucionar el problema. En el momento de pagarle el trabajo, me dijo que iba a salir caro por haber sido un trabajo muy bien hecho, con todas las reglas del arte. Sin duda que había sido ofendido.

La mamá de Jean había cosido los manteles en Buenos Aires y llegaron a tiempo para la inauguración. Es así que el sábado 17 de Noviembre de 1962: La Dirección del Restaurante “Los Tres Mosqueteros”, tuvo el placer de invitar a los amigos y vecinos a un aperitivo con motivo de la iniciación de su actividad comercial. La empresa empezaba. Ahora había que hacerla funcionar. Al día siguiente nos llegaba la primera excursión lacustre. ¿Cómo íbamos a recibir éste primer grupo de turistas?

Los hijos von Rennenkamp y Melita Hensel de la “Hostería La Granja” vinieron a ayudar. No podíamos tener mejor personal. Todos verdaderos profesionales, para atender nuestros primeros turistas. Quienes después de  dos horas de navegación y la visita al “Bosque de los Arrayanes” invadieron, como verdaderos hambrientos, nuestro pequeño comedor. Por suerte, estaba todo listo.

Después de la “Ensalada Rusa” enseguida tragada, teníamos que servir inmediatamente la sopa de arvejas, que a pesar de ser bien espesa, igualmente desaparecía rápidamente. Me olvido de contar que el capitán del barco era  Nelo Garagnani, que con ganas de volver a su casa lo antes posible, nos exigía un tiempo máximo de veinticinco minutos para  el almuerzo. Para quedar bien con él, tuvimos la idea de “programar” la comida con un disco Long Play, en el cual, cada tres minutos, cambiaba la música.

Con el vals correspondía la entrada, con el tango correspondía la sopa, con la samba brasilera venían las empanadas, seguidas del plato principal de carne con puré de papas y verduras, con el postre que eran grandes porciones de Budín hechos con los restos de panes y el café,  terminábamos con un rock and roll, todo en menos de veinte minutos.

Nuestros clientes, satisfechos, subían a bordo. Ellos habían pagado su excursión en una agencia turística de Bariloche, de un tal señor Mendelsohn, buen judío, descendiente del gran compositor, que cobraba una comisión, el veinticinco por ciento del precio total.

Al final, nos dimos cuenta que alimentábamos demasiado bien sus clientes y que nos quedaba solamente la ganancia de las bebidas, pagadas directamente en el comedor.

Mendelsohn como buen comerciante, siempre reclamaba y sin duda nos consideraba como pobres comerciantes. Éramos como pollitos frente a un viejo zorro. Nuestra educación no había sido la misma. Gastábamos mucho para ganar poco y él gastaba poco para ganar mucho. Eso, no lo habíamos aprendido ni en casa ni en la escuela. Pero, a pesar de todo, estábamos contentos que nuestro negocio empezaba a funcionar.

Comenzaban a aparecer clientes del lado de la calle y en la tarde, gente de los alrededores venían a tomar el té con tortas de frambuesas. En la noche varios jóvenes venían a bailar hasta muy tarde. Tom se ocupaba de ellos. Jean, más bien alérgico a los turistas como lo decía, hacía las compras en Bariloche.

De mi lado, tampoco muy sociable, me ocupaba de las compras en los alrededores. Pequeñas chacras como las de los Cárdenas, o de Don Jorge Barbagelata, sin olvidar la de Don Fromherz, nos entregaban verduras, frutillas y frambuesas. Para los huevos, salía contento en moto hacia la estancia de los Lynch a la punta de la Península “Quetrihué”, donde Don Diem y su mujer me recibían con un buen café con leche de sus vacas suizas. Este matrimonio austríaco administraba la estancia de la familia Lynch, que venía de vacaciones a encontrar su propiedad en perfecto estado, gracias a este matrimonio ejemplar.

Los dos habían recibido una formación universitaria en Austria. Él, especialista en botánica, pasó su vida a inventariar las plantas de la zona. Descubrió varias, que hoy, además de su nombre latino, tienen el nombre de Diem. Era un placer visitarlos. Después traía los huevos en moto, por el sendero de la península, sin romper ninguno. Hacía bien distraerse un poco. Como en todas partes había algunos problemas. Un día, nuestra buena cocinera, Paulina, en el momento de servir las empanadas, que eran  su especialidad, había desaparecido. Ya se tocaba la samba y las empanadas no llegaban. Dina una de nuestras mozas, vino a avisarme que Paulina estaba durmiendo abajo de la mesa de la cocina. Había tomado algunas copas de vino demás y no estaba en condición de cocinar sus empanadas.  

Esta primera temporada está llena de anécdotas. Entre las cuales, la de un extraordinario encuentro: en este verano de 1963, los clientes de una mesa habían escuchado que hablábamos francés. La señora nos preguntó de dónde éramos. Por casualidad, esta señora de nacionalidad rusa, había sido compañera de clase de mi mamá en Bruselas y había pasado algunos fines de semana en su casa. Ella y su hermana habían podido escapar de Rusia en circunstancias terribles para encontrar a su padre, ex militar soviético en el sur de Francia. Ella con su esposo y sus hijos emigraron a la Argentina en los años 1950 y desarrollaron en Córdoba una importante industria de componentes eléctricos para autos. Quedamos muy amigos de uno de los hijos, Pierre Nossovich, que tiene un lindo chalet en Puerto Manzano.

Tres veces por semana aparecía la Modesta Victoria, el barco más grande del lago. En el momento de acercarse al muelle, el capitán hacía una amplia curva para saludar a “Los Tres Mosqueteros”,  tocando su sirena, mientras la tripulación nos saludaba. Tom, desde el balcón del restaurante, tocaba la trompeta mientras el barco se inclinaba fuertemente por estribor, debido al peso de todos los pasajeros, que se juntaban del mismo lado de la embarcación. Después, ofrecíamos el aperitivo a la tripulación. En algunas ocasiones, incluíamos en el menú una exhibición de moto.

Demostración de salto frente al Restaurante Los Tres Mosqueteros, incluida en el menú.

En el fin de esta temporada 1962/63, apareció un grupo de jóvenes de regreso de un programa de vacaciones. Habían ido a ayudar la misión indígena del Padre Barreto, fundador de “El Hogar del Malleo”, cerca de Junín de los Andes. Los invitamos a alojar en el chalet de Las Piedritas. Hice amistad con una de ellos que por casualidad vivía en Buenos Aires a 300 metros de la casa de la familia Groverman. Se llamaba Marina Alonso, a la cual prometí pasar a saludar. Algunos meses después, la encontré en su casa. Una familia numerosa donde todo el mundo se peleaba. El padre se escondía en su dormitorio. Marina quería irse de su casa. Pero no sabía cómo hacer. Ella se aferraba desesperadamente a mí, a pesar que no entendía mi idea de vivir en un lugar tan solitario, lejos de la civilización.

Me costaba hacerle entender que no estábamos hechos para entendernos. Por suerte, un día la familia Alonso recibió de pensionista un joven alemán de paso por Buenos Aires, que se enamoró de Marina y la llevó a Alemania. Algunos años después, Marina pasó por Bruselas para conocer a mi familia y no hace  mucho, me llamó, diciendo que ahora vivía con su marido en Nueva Zelandia.

En este mismo fin de temporada, tuvimos también la sorpresa de recibir mi fiel amigo Guy Dejond con su joven esposa, Marie-France. Este gran amigo de la infancia no me abandonaba. Marie-France esperaba su primer hijo (Olivier) y a pesar de eso, se habían aventurado a venir a visitarme. Otra razón era que por casualidad, Tom era primo de Guy, las dos madres eran hermanas. Llegaron como verdaderos inmigrantes cruzando el Atlántico en un barco de carga y en Buenos Aires tomaron el tren hasta Bariloche.

Guy y Marie-France.

 En esa época, ya no disponía más de mi lindo coche Ford. Su permiso de estadía en Argentina se había vencido. En lugar de repatriarlo a Bélgica, podía haber esperado que la aduana me lo venga a incautar. Lo que hubiera sido lo más fácil. Pero pensé que era más correcto ir a entregarlo a la aduana de Bariloche. Lo que no fue aceptado por el jefe de la aduana. 

 Y me contestó que iba a tener que pagar una multa por no haber retirado el vehículo del país a tiempo. En realidad, él tenía razón y yo estaba furioso. Lo que me hizo hacer el error más grande de mi vida. Con Guy y algunos amigos, decidimos ir de noche a retirar el coche de la aduana para hacerlo desaparecer en un lago.

El Ford estaba estacionado en el Centro Municipal de Bariloche, delante de la oficina de aduana. Con un segundo juego de llaves me puse al volante y los amigos me empujaron en dirección al lago, aprovechando la bajada. Así no íbamos a despertar al aduanero que dormía arriba de la aduana.

Habíamos planeado ir a tirarlo al lago Moreno, pero pasando por la propiedad de nuestros amigos Fremery, al lado de la laguna “El Trébol”, decidimos retirar el motor que nos podría servir. Bajo un árbol, hicimos lo imposible para extraerlo. Pero por falta de herramientas, no pudimos. El día amanecía y empezábamos a tener  remordimientos. Por fin, Guy me acompañó para ir a confesar al jefe de aduana nuestro delito, prometiendo que durante el día le íbamos a traer el coche.

Todavía ni se había dado cuenta que el coche no estaba más. Muy enojado, nos llevó a la comisaría, diciendo al oficial de guardia que le habíamos robado nuestro coche. El oficial, medio dormido le pidió explicaciones al jefe de aduana y nos metió a los dos en un calabozo. A Guy lo largaron rápidamente, después que expliqué al comisario que la mujer de Guy, estaba embarazada y que yo tomaba toda la responsabilidad del hecho.

Por suerte, los amigos, entre los cuales estaba Marina, me traían sándwiches de jamón y me daban coraje en estos momentos difíciles. Incluso, tuvo que viajar a Viedma, en tren, acompañado de un policía, para hacer mi declaración a un juez que después me liberó. Por suerte, después de eso, el coche fue entregado a la gendarmería y no tuve que preocuparme más, ni pagar alguna multa. Si esta historia fue muy lamentable para mí, por otro lado me hizo conocer el terrible mundo de la delincuencia. 

Seguramente que eso no hubiera ocurrido si Jean hubiera estado todavía. Pocos días antes, se había ido sin esperanza de regreso. No olvidaré nunca como nos anunció su ida. Estábamos terminando de cenar cuando nos anunció que nos dejaba para entrar como monje trapense en el “Monasterio de Azul”, todavía en construcción en aquel momento. La noticia nos cayó como una bomba. Para consolarnos, nos decía que nos iba a ser más útil con sus oraciones, que quedándose con nosotros. Y así fue.

Durante el otoño anterior había trabajado con Jean en el loteo del Cruce, hoy día Barrio El Once. Nos faltaba dinero para esta inversión y nos preguntábamos: ¿Por qué tantos lotes, con tan pocas posibilidades de venta? Pero, papá Groverman insistía, y nos decía que eso nos dará lo necesario para valorizar el resto de la propiedad. Él nos aseguraba que se iba a ocupar de la venta. Efectivamente se hizo cargo, encargando la venta a una agencia inmobiliaria de Mar del Plata.

En una tarde de sábado, la Agencia Inmobiliaria Garber, vendió todo el loteo en 36 cuotas mensuales. Las 6 primeras cuotas correspondían al pago de los honorarios de la agencia. Cuando se empezó a cobrar las siguientes cuotas, el peso había devaluado a tal punto que ni se recuperaron los gastos de la subdivisión de las veinte hectáreas de tierra, sacrificadas para éste loteo. Habíamos regalado los lotes a los primeros vecinos del Barrio El Once. Era la primera devaluación que conocí, antes de unas cuantas más. 

Tom había llegado en la primavera de 1962 y participó en la puesta en marcha del restaurante “Los Tres Mosqueteros”, y empezó la construcción de una pequeña piscicultura, cerca del tambo de “Las Piedritas”, donde todo iba bien hasta el día que Tom se dio cuenta que las truchas madres habían sido robadas. Un día, pasaron por “Los Tres Mosqueteros” dos matrimonios franceses residentes en Buenos Aires, que  habían comprado una chacra en el Valle de Rio Negro, en la isla de Luis Beltrán. Ellos buscaban alguien para administrarla. No podían haber encontrado mejor que Tom para eso. Sobre esta isla separada de dos brazos del Rio Negro, Tom empezó a producir tomates con todos los inconvenientes posibles. Años con mucha producción y dificultades en la venta, seguidos de años sin producción por inundaciones de las chacras. Tom empezaba una vida dura, pero extraordinaria, que hoy tendría que escribir. Sería una verdadera novela.

Por mi lado, me quedaba solo en Angostura. Papá Groverman me propuso  explotar la leña de la propiedad, transportándola por el lago para disminuir los gastos de transporte. Me encantó la idea y justamente se encontraba en venta un barco de transporte. Su nombre era “El Pelícano” de 18 metros de eslora que podía transportar hasta treinta toneladas de carga. El barco que todos llamaban  el “Lanchón Pelícano”, había sido construido por el famoso ingeniero naval ruso, Horse Tienneman, en la costa del lago Moreno, donde con su esposa, además del astillero, atendían un pequeño albergue turístico. Tienneman había construido también la “Lancha Cristina” que nos traía clientes a los Tres Mosqueteros. Su capitán, “Nelo Garagnani”, se había casado con la hija Tienneman, “Hella”. Ellos habían bautizado su hija con el nombre de Cristina (el origen del nombre de la lancha). Con el tiempo nos hicimos grandes amigos. Los Garagnani se hicieron representantes en Bariloche de las motos Gilera. Más adelante, veremos como  Hella mereció el honor de ser nombrada la “Mamá del Motocross” en Argentina, pero eso es otra historia. 

 

Papá y Mamá Tienneman en su hostería/astillero, de donde salieron muchas embarcaciones, de las cuales muchas navegan todavía sobre el Nahuel-Huapi. 

Fuente: https://jpraemdonck.blogspot.com/

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