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HISTORIA

Las Memorias de Jean Pierre: La llegada a la Argentina (cap 4)

En esta entrega, Jean Pierre Raemdonck escribe sobre su llegada a la Argentina y cómo surgió el proyecto para venir al sur.
16/01/2021
Las Memorias de Jean Pierre: La llegada a la Argentina (cap 4)

Sigue contando Charles: “Entramos en Panamá y sigue lloviendo. Al atardecer llegamos a la primera ciudad importante: David. Armamos la carpa al borde de la ruta. Todo parece perfecto, estamos durmiendo, cuando empezó a llover, cada momento con más intensidad. La carpa se encuentra justo sobre un curso de agua. Hay que hacer un canal de derivación. Jean-Pierre solucionó el problema y seguimos durmiendo tranquilamente.

A la mañana, cuando estabamos por salir, el motor se para y no arranca más. Durante tres horas probamos de todo, sin resultado. El sol está muy fuerte y empujamos la moto durante dos kilómetros en dirección a la ciudad. El primer lugar habitado es un almacén y tomamos una coca-cola, plantamos la carpa en el jardín y desarmamos completamente el magneto. En un taller de electricidad, nos confirman que la bobina de alta tensión está quemada. Es imposible conseguir un magneto acá, decidimos cambiar el sistema del magneto con una bobina de motor de coche, utilizando  solamente los platinos del magneto y la batería. El resultado es excelente.

No hay problema sin solución.

 

De David hasta Panamá City, es un camino lleno de piedras y muy peligroso a alta velocidad. Pinchamos la cubierta trasera. Nuestros cuatro pies a tierra nos salvan. La cubierta comprada en México, se encuentra cortada en varias partes. La única solución, fue poner la cubierta de adelante, atrás y reparar lo mejor posible la trasera para colocarla adelante, donde tiene menos carga”.

 

En Panamá nos quedamos poco tiempo, embarcamos en un barco italiano, rumbo a Colombia, porque por tierra es imposible. Después de una hora de navegación, llegamos a la primera esclusa que nos sube al nivel de un lago más alto que el nivel del Atlántico y en una segunda esclusa bajamos al nivel del Pacífico. En las orillas del canal se ven iguanas de más de un metro  de largo. En Colombia, desembarcamos en el puerto de Buenaventura y desde allí alcanzamos Cali por una ruta de tierra, de montañas y de selva. Al  día siguiente nos dirigimos hacia Bogotá. Empezamos a conocer la Cordillera de los Andes con sus diferentes climas según la altura en la cual nos encontramos. Y como lo describe Charles: “Una ruta terrible, sinuosa, en cornisa y peligrosa. Abundan las cruces. Estas indican las muertes después de malas maniobras. Subimos lentamente en primera y segunda y a veces haciendo patinar el embrague. Después empieza a patinar solo. Arriba de los 2500 metros tenemos que cambiar de “gicleur”. Durante horas subimos hasta que nos encontramos con el placer de la bajada. Magníficas curvas cada 50 metros y un paisaje como nunca habíamos visto. El piloto se divierte y el pasajero atrás se muere de miedo, pensando que la cubierta delantera  puede reventar en cualquier momento”.

Nos habían avisado que sobre esta ruta, bandidos atacaban los viajeros y que la semana anterior un colectivo que transportaba un grupo de músicos, había sido atacado por verdaderos piratas que les robaron todo lo que tenían. Sigue contando Charles, nuestra llegada a Bogotá: “Llegamos a Bogotá alrededor de las 16 horas. Con mucho frío, descubrimos unos interminables suburbios con casas sucias y algunas fábricas. Los habitantes, indígenas en su mayoría, nos dejan pasar sin ninguna curiosidad. La altitud de Bogotá es de 2.600 metros. Hace frío y en las montañas vecinas, gruesas nubes quedan atrapadas, amenazando una próxima lluvia. En el centro, algunas avenidas anchas con muchas tiendas, algunas iglesias, uno o dos palacios y nada más. Y nos dirigimos hacia un barrio pobre, donde después de algunas discusiones, encontramos un lugar seguro para la moto y dos camas muy duras, que no nos impedirán  dormir. Esta noche es Navidad”. 

 “Pero como en muchas partes, es también la noche de los comerciantes. Los kioscos de venta de petardos construidos para la ocasión, hacen buenos negocios. No se puede hacer un paso sin que salte por alguna parte uno de estos explosivos. En las calles, la gente se empuja unos a otros e invaden los negocios. A lo largo de las veredas hay coches estacionados con altoparlantes que publicitan los artículos que ofrecen directamente desde el coche. Entre la gente pasan los vendedores de billetes de lotería, muy demandados en el país."

"Después de haber caminado en esta muchedumbre, me fui a dormir mientras Jean-Pierre fue a la misa de Nochebuena. A la mañana siguiente descubrimos una ciudad muerta donde encontramos solamente algunos borrachos reencontrándose con la realidad. Otros duermen en los parques o tirados sobre las veredas. ¡Terribles realidades! Toda esta gente gastó en una noche todos sus ahorros en juguetes, bebidas, comidas, loterías, etc. Varios taxis en muy mal estados, traen en cada uno, grupos de ocho personas al pie de una montaña de donde sale un teleférico que va hasta la cumbre donde se encuentra una iglesia."

Después de esta fiesta de Navidad en Bogotá nos volvimos a Cali donde nos reencontramos con nuestro hotel al precio de un dólar para los dos. Al día siguiente salimos en dirección de Popayán, pequeña ciudad donde nos espera la familia de unos jóvenes que estudian en Estados-Unidos y que conocimos en el barco de Panamá a Buenaventura. La hija, linda con sus cabellos y ojos negros se enamoró de Charles y seguramente lo espera con impaciencia. Nuestra llegada coincide con la semana de carnaval de la ciudad. Otra vez paso la palabra a Charles: “Cali-Popayán: Una ruta de tierra y piedras y otra vez las montañas, con dificultades en las subidas por el mal estado de nuestro embrague. En las bajadas, notamos el desgaste de los frenos.

Además, pinchamos la cubierta trasera, por suerte sin daños, a parte una fuerte lluvia que no nos dio tiempo de poner nuestros equipos impermeables y quedamos mojados de pies a cabeza. Así, llegamos a Popayán, una pequeña ciudad o más bien un gran pueblo donde cargamos un chico que nos indica la casa de nuestros amigos. Llegamos, como vagabundos,  sucios, mojados, malolientes…Y a pesar de  eso nos reciben como reyes. Tenemos un dormitorio para nosotros dos, un cuarto de baño con agua caliente, lo que apreciamos más que cualquier otra cosa. Después, algunos whiskies seguidos de una copiosa cena. Durante la cual se habló principalmente de la revolución de Colombia.

El problema es el mismo en casi todos los países desde México. Todos acá admiran a Castro “Por lo menos sus ideas y su meta” que sería de permitir a esos pueblos de renacer con una nueva repartición de bienes y educación igualitaria. Lo que no es tan simple, considerando el clima caluroso con su abundancia de frutas y verduras que incita más a la pereza que al trabajo.  En estos países, por lo general, existen grandes diferencias de clases sociales, entre una muy rica, que habitualmente trata muy mal a la otra, muy pobre.  Después de la cena, algunas copitas de “aguardiente”, el alcohol del país, antes de una excelente noche. En los días siguientes tendremos que reparar el embrague y el freno trasero de la moto. Para el embrague usaremos corchos de botella y para los frenos esperamos encontrar lo necesario en el pueblo. Ya hace 128 días que viajamos y disponemos todavía de 600 dólares. Si hubiéramos gastado 10 dólares por día como previsto,  tendría que quedar solamente 220.

De cualquier manera, acá en Colombia no conviene tener demasiada plata, es un país muy peligroso. En esta República Sud-Americana, se mata en promedio 59 personas por mes. Grupos de bandidos viven en la montaña, quienes en sus principios eran políticos idealistas, pero que hoy se han convertidos en individuos crueles y salvajes de una barbaría temible. Sin saberlo pasamos muy cerca de estas regiones. A veces, estos bandidos se unen para atacar pueblos enteros. Son crueles guerreros, vestidos con las ropas de los militares que mataron. Pero por el momento, mejor no pensar en los problemas y  prepararnos para las fiestas de año nuevo. En la casa de nuestros amigos tenemos todo el confort deseado. Para la fiesta del año nuevo, estábamos irreconocibles,  con elegantes trajes, camisa blanca y corbata. Así hicimos nuestra entrada en el club social de Popayán. Todo prestado por nuestros amigos.

Después de algunas copitas de “ron” empezó el primer baile. Hasta éste momento, no teníamos idea de lo que era bailar. Aquí es terrible, un frenesí nos lleva como una ola de fondo, no somos más que marionetas que ondulan según la música con una compañera que se ondula todavía más. Había que ver a Jean-Pierre, desenfrenado y alentando a los demás. Cuando amanece, no pudimos más y tuvimos que recuperar fuerzas porque el día 2 de enero, empieza la fiesta de los “Negritos”. Es costumbre  que las chicas ennegrecen con cera negra a los chicos y viceversa. Todo eso acompañado de grandes estallidos de risa. En todas partes aparecen manchas negras dejadas por manos inocentes.

Sigue una noche al ritmo de los bailes y al otro día la fiesta de los “Blanquitos”. Lo que se había hecho en negro se hace ahora en blanco en un ambiente idéntico, de carnaval, de risa y de baile. La popularidad de Jean-Pierre es grande acá: después de una demostración ecuestre sensacional, está llevado triunfalmente en las calles de la ciudad, aplaudido, festejado como un rey. De repente, otro grupo quiere acapararse del ilustre Jean-Pierre que arriesga de quedar descuartizado por estos dos grupos que  pelean por  su persona.

Hoy domingo 8 de enero, la ciudad volvió a la tranquilidad y nos despedimos de nuestros amigos de Popayán, camino hacia Ecuador. La moto anduvo bien, viajamos rápido, demasiado seguros y nos encontramos los dos en el piso. La cubierta delantera reventó y la llanta, derrapando recibió un importante  golpe. La enderezamos como se pudo  con una piedra pesada.

Para la cámara, nos queda nuestro último parche, pero aparece un segundo agujero. Sobre la ruta, no pasa nadie, ni sabemos  en donde nos encontramos. Me voy a pie con la cámara hacia el próximo pueblo, mientras Jean-Pierre arma la carpa. Por suerte, llega un camión que me lleva hasta un pueblito,  donde me reparan la cámara. Compro un poco de pan. Llega la noche y me voy caminando 7 km para buscar a Jean-Pierre, que me costó encontrar porque eligió un mejor lugar para poner la carpa. Jean-Pierre rearmó la rueda y no tuvimos dificultad para dormir. En plena noche un camionero nos despertó  para ofrecernos una cerveza y conversar un poco.     

Al día siguiente nos vamos con nuestras dos cubiertas arregladas como pudimos, con pedazos de cámara en su interior en los lugares de los cortes y con la esperanza de encontrar dos cubiertas nuevas en Quito. No pudimos inflar demasiado la cubierta delantera por el mal estado de la llanta. En todo el día hicimos solamente 150 km. Montañas que dan miedo, kilómetros interminables de subidas en primera y segunda. En las bajadas, prudencia, porque si salimos de la ruta, son precipicios de cientos de metros de profundidad. Al final de la tarde llegamos a la frontera del Ecuador.

De allí nos hacen volver al último pueblo, donde pasamos de una oficina a la otra, por suerte sin demasiadas dificultades. En Ecuador las rutas son de adoquines y arena, también cambia el aspecto del país y en cada pueblito encontramos nativos diferentes, con ropas muy coloridas y caras arrugadas que nos miran siempre muy gentilmente. Tenemos que saludar a todo el mundo y cuando nos paramos, inmediatamente se forma un grupo que nos pregunta “de dónde vinimos y a dónde vamos”. Las regiones hasta Quito son montañosas y bastante desérticas con arena salpicada de pequeñas plantas verdes.

Al final de la tarde llegamos a Quito: capital moderna y antigua a la vez, muy distinta del resto del país o por lo menos de lo que hemos visto. En las calles, la mayoría son indígenas, llevando sobre sus espaldas pesadas cargas y ofreciendo de puerta a puerta quesos y otros productos de la montaña. En un bar, un mozo nos propuso comprar una cabeza reducida de un indígena, lo que está prohibido por ley. Preferimos gastar nuestra plata en la compra de dos cubiertas nuevas. 

El 14 de enero 1961, dejamos Quito por una ruta excelente, lo que no habíamos tenido  hacía mucho. La moto anduvo muy bien y cubrimos los cien primeros kilómetros en menos de dos horas, ¡una maravilla! Pero un poco más lejos, nos encontramos de nuevo con pequeñas rutas de montañas que recorrimos lentamente en primera y segunda hasta casi los 3.000 metros de altitud con un frío intenso y lluvias ininterrumpidas. Nos alojamos en un pequeño pueblo donde los pobladores se visten como en las historietas de “Tintín y Milou en América del Sur”. Cincuenta espectadores nos ayudaron a entrar la moto en el único hotel del pueblo.

El día siguiente salimos bien descansados, listos para recibir las próximas lluvias que no tardarán en llegar. Los caminos van de mal en peor, barro y charcos de agua, que por suerte, para nosotros “trialistas” no nos asustan. La meta del día es Cuenca a 230 kilómetros del pueblito que dejamos esta mañana. Alrededor de las 17 horas nos encontramos a solamente cinco kilómetros de Cuenca, no podíamos haber andado mejor y ya esperamos encontrar una buena cama”.

¡EL ACCIDENTE!  Íbamos a buena velocidad a la entrada de la ciudad sobre una ruta excelente. En menos de 5 minutos tendríamos que llegar al centro de la ciudad. Por lo menos es lo que esperábamos. Desgraciadamente no fue así, porque un accidente incomprensible pone fin a nuestra esperanza. 

En el momento del accidente, andábamos a una velocidad aproximada a 75 km/h detrás de un camión, cuando bruscamente este se desplaza hacia la izquierda, como si se fuera a parar de éste lado o doblar a la izquierda. Acá todavía no existían las luces de señalización intermitentes. Pero al momento que avanzamos a su altura, el camión dobla a la derecha y nos corta el camino.

Pueden imaginar lo que iba a ser nuestro choque con el camión. Pero no, con una maniobra hábil evitamos el choque con una patinada impresionante de cabeza a cola. Estamos sanos y salvos, parados afuera de la ruta, cuando ocurre lo inesperado, un autobús que nos seguía a buena distancia, sin ninguna razón, sale de su trayectoria normal y nos viene a chocar con tal violencia que nos arroja a más de 10 metros de la moto. Sin duda que el chofer del bus, perdió la cabeza en el momento que vio nuestra maniobra. Solamente a 50 metros después paró el bus, el chofer de este tenía demasiados testigos a bordo para escaparse, mientras el camión había desaparecido,  sin duda que el chofer del camión ni se había dado cuenta de lo ocurrido.              

Durante un largo tiempo quedamos en el lugar del accidente perdiendo sangre y tratando de recuperar el conocimiento, cuando aparece un vehículo policial que nos lleva a una pequeña clínica en la cual no se encontraba el médico. Lo esperamos con otros pacientes, bastante amables para darnos prioridad. El médico hizo lo mejor posible una vez que supo que podíamos pagar la consulta. Charles anda relativamente bien, a parte de su pierna derecha que no le permite caminar, su rodilla se dobla tanto por adelante que por atrás. El médico declaró que no era grave y que no tardaría en recuperar la normalidad. Además tiene fuertes golpes en todo el cuerpo y los dientes incisivos ligeramente astillados.

Por mi parte, tuve más suerte. El labio superior tuvo que ser suturado y los dientes del maxilar superior doblados hacia adentro, más algunos golpes en el cuerpo. Tomamos una habitación en la clínica y dos encantadoras enfermeras nos atienden. Estábamos en vía de recuperación. Al día siguiente, yo empecé a trabajar en la moto. Esta mañana me encontré con el comisario, a quien conté el accidente. Después de mi declaración hizo arrestar el chofer del bus por falsas declaraciones. Había declarado que era solamente testigo del accidente y que el verdadero responsable era el chofer del camión que había escapado. 

La moto se encontraba en la comisaría de la policía, realmente en muy mal estado. En Europa hubiera sido una pérdida total, pero no íbamos a encontrar una moto de segunda mano en Ecuador y además teníamos que repatriar la moto, que no podía quedar más de tres meses en ningún país. Por suerte el comisario era un buen tipo que entendió nuestro problema y ofreció dejarme retirar todas las piezas que me podrían servir de una antigua moto “Harley Davidson” que estaba tirada en el fondo de la comisaria. No lo podía creer y fui enseguida a contárselo a Charles, todavía hospitalizado. Así, intercambié las piezas, muy diferentes de la Harley Davidson de la policía con las de nuestra BSA.

Todo eso en la comisaria, bajo el ojo del chofer del bus que nos había chocado, ahora recuperado de su borrachera y que seguramente me hubiera ayudado si no hubiera estado prisionero detrás de las rejas de su celda. En realidad, todos buena gente dispuestos a ayudar. Cuando necesitaba ayuda, siempre había un policía disponible.     

Después de una semana, la moto y Charles recuperados nos dirigimos hacia Perú. Alrededor de las 18 horas, llegamos a una barrera donde un policía nos hizo entender que no habíamos pasado por la aduana ecuatoriana, donde teníamos que declarar nuestra salida del país y recibir los sellos en nuestros pasaportes y papeles de la moto. Nos explica que la oficina de aduana, no se encuentra sobre la ruta pero en “Machala”, pequeño puerto en el golfo de Guayaquil. Tuvimos que volver, pero  Charles sentía mucho dolor en su pierna y decidió armar la carpa mientras me fui solo a hacer los trámites de aduana.

Sin equipajes voy rápidamente, pero cuando llego a Machala en la oscuridad me cuesta mucho encontrar la aduana. Por suerte un empleado está de guardia y me atiende. A la vuelta, en la oscuridad, sobre esta ruta de tierra en la selva y casi sin luces en la moto, en un momento escucho tiros de escopetas y algunas balas que sin duda me pasaron muy cerca, porque  escuché su silbido. Eso, nunca me había ocurrido y me impresionó mucho. Enseguida aceleré y me encontré con Charles, contento de encontrarme con vida para contarle mi aventura.

La noche, bajo la carpa fue terrible, nunca habíamos tenido tantos mosquitos y tan agresivos. A pesar del cansancio del día fue imposible dormir.

Después de estos últimos recuerdos de Ecuador, estamos en Perú. Lima, donde nos llama la atención que en los barrios pobres de la periferia de la ciudad, las casas no tienen techo, a parte de algunos cartones para dar sombra. No hemos visto eso en ninguna parte. La razón es simple, aquí en Lima no llueve nunca. En el centro de la ciudad, de estilo colonial español, nos sentamos en la terraza de un restaurante y enseguida una docena de chicos carenciados vienen a mendigar. Imposible comer en estas condiciones, les dejamos nuestra comida y salimos a buscar donde alojar.

Después de visitar el centro de la ciudad, con sus “nobles Incas”, iguales que los que se encuentran en “Tintín y las Siete Bolas de Cristales” (Uno de los tomos de las historietas belgas de Tintín y Milou”, muy leídas en Bélgica) pasamos una excelente noche con la moto en el dormitorio. Prudencia obliga.

Al día siguiente, atacamos la Cordillera de los Andes, hacia Cuzco y Machu-Pichu. Después de algunas horas de caminos de tierra ya a 1.000 metros de altitud, volvimos a encontrar la lluvia y el barro. Había poco tráfico, aparte de algunos camiones manejados con mucha habilidad, así como indígenas transportando su mercadería a lomo de llamas. Nos preguntamos: ¿Cómo hacen para arreglarse en tal miseria?

Llegamos en un pueblito, donde esperamos pasar la noche. Son casas construidas con cimientos de piedras y paredes de adobe. Hay tanta humedad adentro como afuera. En nuestra habitación el vidrio de la ventana está roto y reemplazado, hace tiempo, por un cartón mojado. Por suerte la moto pasa por la puerta y tenemos nuestras bolsas de dormir. Estamos a más de 3000 metros de altitud.

Empezamos la mañana siguiente con un buen desayuno de panqueques de maíz y leche de llama. Ponemos la moto en marcha y buscamos el surtidor de nafta del pueblo. Desgraciadamente la nafta no llegó y nos dicen que en Huancayo, tendría que haber. ¿Llegaremos sin tener que empujar la moto en el barro? Cinco kilómetros antes de este pueblo, se nos termina el combustible.

Por suerte en estos países pobres, siempre hay una solución. Un buen campesino nos alcanza y nos ofrece remolcar la moto con su llama. Llegado al surtidor le damos una propina y él nos invita a tomar una “Chicha”, bebida alcohólica que hacen generalmente las mujeres. Ellas mastican durante un largo tiempo manzanas y después escupen el producto de su masticación y lo deja fermentar. Recibimos la explicación después de haber tragado nuestra primera “Chicha” y sobrevivido…

Estamos todavía lejos de Cuzco, la ruta era cada vez más angosta y en muchas curvas hay cruces, recordando los que se precipitaron en el fondo de estos terribles precipicios. La moto totalmente cubierta de barro, se portó bien. Con tanta carga y sobre tanto barro, no es un manejo fácil. 

Dos días más tarde llegamos por fin a Cuzco. Aquí es realmente la “Edad Media”. A pesar que se trata de un Centro Turístico muy frecuentado, la “sociedad de consumo” no se nota todavía. No hay cloacas, las calles son en pendientes y “Todo” fluye libremente. Las mujeres envueltas en sus faldas (más ricas son, más faldas tienen) se agachan en el medio de las calles para hacer sus necesidades.

Al principio no entendíamos, hasta que vimos correr debajo de las faldas un discreto hilo de pis. Acá todo es de piedras talladas: los edificios, las calles, la plaza central con su magnífica catedral. Son en general inmensas piedras que coinciden perfectamente entre sí. Es imposible deslizar una hoja de papel en las uniones. Nadie nos pudo explicar como hacían esto los Incas, hace ya de más de 1.000 años. En la época que el imperio Inca se extendía a miles de kilómetros, hasta la Patagonia.

Pasamos un día entero  visitando Cuzco y al día siguiente, dejamos la moto y nuestros equipajes en nuestra pensión y tomamos el tren a Machu-Pichu. Es un tren muy pintoresco. En esta época, era el tren más alto del mundo (A una altura de más de 3.500 metros sobre el nivel del mar).

Para subir los faldeos de montaña, el tren zigzaguea en marcha adelante y marcha atrás. Los vagones eran de un solo compartimento y el olor a transpiración de los pasajeros era tan fuerte que nos quedamos sobre la pequeña terraza al final del vagón. Además adentro, había tanta gente, que no hubiéramos tenido un asiento. En un momento vimos llegar el controlador, llevado encima de las cabezas de los pasajeros. A cada pueblo, el tren se paraba y un activo comercio empezaba. Se intercambiaban “Chicha” producida sobre el andén por cigarrillos o  huevos u otros productos. El espectáculo de estos trueques valía la pena. Que magnifico éste tren uniendo esta gente.

Machu-Pichu es extraordinario. Era realmente la capital administrativa de los Incas con su Templo, su Tribunal, su Parlamento, etc. ¿Cómo pudieron organizarse tan bien en esta Cordillera tan inhóspita?

En el atardecer estamos de regreso en Cuzco y al día siguiente tomamos la ruta hacia el Lago Titicaca, situado a 3.815 metros de altura, el más grande de América Latina, con su isla interior de 77 kilómetros cuadrados. Los habitantes viven en mayor parte sobre la costa, generalmente en casas construidas sobre pilotes y sobre el agua. Aquí, las cañas sirven para todo, entre otras cosas para fabricar embarcaciones para navegar y pescar sobre el lago. 

Nos separamos.

Un poco cansados de viajar juntos,  Charles deseaba conocer Bolivia y de mi lado deseaba llegar lo antes posible a Chile donde me esperaba una familia belga, ex cliente de papá y decidimos separarnos. Charles seguirá con sus propios medios y yo con la moto. Decidimos reencontrarnos en Argentina en la estancia de la familia Groverman. (Jean Groverman, ex compañero de colegio en Bélgica).  

Me encuentro así solo, bajando en moto, desde el lago Titicaca hacia el Pacífico. La moto andaba sola, rápidamente llegué a Arequipa (2360 metros de altitud) y el día siguiente bajando hacia Tacna, puesto fronterizo entre Perú y Chile. Poco a poco el aire se recalienta, con la sensación de sentirse mucho mejor que a 3000 metros de altitud. No hay problema en la aduana y llegué a Arica, primera ciudad chilena. De allí empieza, hacia el sur, el desierto de Atacama, el más seco del mundo, 1500 kilómetros de arena hasta La Serena, encontrando cada 400 kilómetros, pequeños puertos de pesca, así como la famosa ciudad de Antofagasta, en su época muy reconocida por el guano, excelente abono natural, pero reemplazado ahora por productos químicos. Algunas compañías viven todavía del guano, pero la buena época pasó. Antofagasta era una ciudad en ruinas. Muchos se enriquecieron y construyeron espléndidas casas que tuvieron que abandonar. Cuando estuve era un lugar horripilante.

Como allí no llueve nunca, todo se reseca y la arena cubría una buena parte de la ciudad, faltaban solamente los fantasmas de los antiguos habitantes. No me di cuenta que había puesto mi carpa en el medio de un cementerio, todo cubierto de arena. Las tumbas habían sido profanadas con la esperanza de encontrar, me imaginé, algunos dientes de oro u otros objetos de los difuntos. 

La ruta en este desierto era una pista de arena, sobre la cual se formaba una especie de chapa ondulada que ponía a prueba las suspensiones y los pasajeros de los pocos vehículos que transitaban. Me era imposible  hacer más de 300 km por día. Después del accidente en Ecuador, la suspensión casi no existía más.

Después de una semana de lucha en contra del viento, la sequía y la arena, llegué a la pequeña ciudad de La Serena y por fin un poco de verde. Tuve la suerte de ser recibido en un convento de Hermanos Franciscanos. Lo que fue para mí un verdadero lujo después de esta cruzada del desierto. Una habitación  con una cama, una ducha y una buena comida con estos buenos franciscanos.

Seguramente que cuando me vieron llegar, me tuvieron lástima. Al día siguiente, un hermano me mostró los alrededores y su escuela. Me llevó a un sitio arqueológico donde basta raspar la tierra para encontrar los restos de una población con pedazos de cerámicas, sin duda de la época de la colonización española. 

Después de esta confortable estadía, retomé la ruta hacia Viña del Mar. Faltaban solamente 400 km de ruta asfaltada para reencontrar a Frans y Luce Vandewyngarden, quienes desde su instalación en Chile, quedaron en contacto con papá. Habían conservado una gran amistad y una verdadera veneración por su “Maître Raemdonck”.

Para no llegar a las nueve de la noche, decidí hacer la ruta en dos días para llegar a principio de la tarde. Pero que fiesta cuando Luce me abrió la puerta de su pequeña casa de Viña del Mar. Enseguida llamó a Frans a su fábrica y este llegó enseguida. Creo que el Rey Balduino no hubiera sido mejor recibido. La casa era chica, pero el corazón era grande. Que placer para mí de reencontrar la buena cocina belga. Tienen un hijo y una hija, más o menos de mi edad. Además, nos acompañaban los padres de Luce. Su historia es muy interesante. En la década de 1950, varios europeos temían por una tercera guerra y se habían expatriado.

Es así que Frans, excelente fabricante de sillones, un día tomó la decisión de vender todo lo que tenía y expatriarse con su familia a Chile, llevando todo el material necesario para armar una fábrica de fresas dentales. Se trataba de una industria de precisión que no había todavía en el país. El negocio tendría que haber andado bien, pero Frans no pensó que los dentistas chilenos no cambiaban nunca este accesorio. Como el negocio no era viable, Frans decidió fabricar pequeñas máquinas de carpintería. Eso mientras el padre de Luce, carpintero de oficio que había traído su caja de herramientas, ocupaba un rincón de la fábrica, recibía cada vez más pedidos de los vecinos.

Además los vecinos querían sillones iguales a los que habían traído de Bélgica, fabricados por Frans. Pero él no quería abandonar su fábrica. Viña del Mar se encontraba en pleno desarrollo y los arquitectos insistían para que Frans trabaje con su suegro para ellos. Pero él seguía con la fabricación de sus máquinas de carpintería de muy buena calidad, lo que molestaba a la competencia de Santiago que se unieron para frenar su producción.

En un momento cuando sus ventas empezaron a aumentar a tal punto y que tuvo que colaborar toda la familia, Frans no podía encontrar algunos materiales indispensables para fabricar sus motores eléctricos. Frans empezaba a descubrir las desgracias de los países de América Latina.

La vida se puso muy difícil para la familia y muchas veces era el viejo papá de Luce que pagaba la comida. Lo que era magnífico en esta pequeña fábrica, era el sano compañerismo y el respeto de los empleados hacia su patrón. En Chile, nunca un obrero había  conocido ese tipo de jefe. Cuando hubo movimientos de huelga en todo el país, los empleados de Frans y Luce se quedaban escondidos, trabajando en la fábrica, para que sus sindicatos no se dieran cuenta. Era el verdadero “Paternalismo”.

Un día Frans conoció a Perón, quien le pidió de venir a instalarse en Argentina. Bajo el ala de Perón, no iba a tener problemas. Pero Frans se encontraba ya demasiado atado a su nuevo país y a su equipo de empleados para abandonarlos. Los hijos eran 100% chilenos de alma y Viña del Mar es un lugar magnífico en el continente. El clima es excelente, el único inconveniente: los terremotos. Casi todos los días la araña colgante del living se movía y eso no molestaba a nadie.

Cuando la araña saltaba, había que salir enseguida de la casa o mantenerse bajo un marco de puerta hasta que el suelo deje de moverse. La casa, como la mayoría de las casas vecinas, tenían las paredes fisuradas por todos lados. Me olvido de contarles que un Domingo a la tarde, Frans trabajando en su taller, se cortó el pulgar y dos dedos de la mano derecha. Imagínense que ya el Sábado siguiente Frans firmaba los cheques de los empleados con su mano izquierda. Eso como si no hubiera ocurrido nada.

A pesar de todos sus problemas, era una familia feliz. Luce siempre sonriente, de excelente humor, siempre lista a alentar su Frans. Una familia magnífica.

Yo había logrado una amistad con el hijo, quien me mostró los alrededores de Valparaíso. Un día me propuso asociarme con él en el comercio de helados. Estoy seguro que hubiéramos hecho buenos negocios.

Después de una semana de descanso y de una emocionante despedida, arranqué la moto y me dirigí hacia Argentina.

Chile es un país estrecho de más de 4.000 km de largo, separado del mundo por el Océano Pacífico al Oeste y la Cordillera de los Andes al Este. Se encuentran todos los climas y una naturaleza extraordinaria. Desde Viña del Mar hasta la frontera argentina hay menos de 150 kilómetros a vuelo de pájaro, pero por lo menos 300 km de ruta, porque el límite entre Chile y Argentina se encuentra a 4.000 metros de altitud, al lado del Centro de Esquí de Portillo. El paso fronterizo pasa entre dos picos de más de 6.000 metros. Uno de los cuales, muy conocido por los Andinistas es el “Aconcagua” de 6.954 metros. El paso internacional es a través de un túnel situado a 4000 metros de altitud, es la principal puerta de entrada entre Argentina y Chile. Muchas veces cerrado en invierno por la nieve. 

A medida que subía, la temperatura bajaba, lo que favorecía el enfriamiento del motor. Al principio de la tarde, pasé la frontera y me encontré en Argentina. Del lado chileno la montaña parecía casi a pique. Del lado argentino la pendiente se extendía a pérdida de vista lo que me daba una primera impresión de la extensión del país. Con la ayuda de la pendiente, la moto andaba sola y poco a poco estaba entrando en calor. Para no gastar mis pocas reservas de dinero en un hotel de Mendoza, donde además iba a llegar muy tarde, decidí acampar al borde de la ruta cerca del pueblo de “Uspallata”. Bajo mi carpa pasé mi primera noche en Argentina, soñando al reencuentro con mi amigo Jean Groverman, en Buenos Aires, a no más de 1.200 kilómetros de rutas asfaltadas.

A la mañana siguiente, bien temprano, cargué la moto y fui a tomar el desayuno en una estación de servicio Y.P.F,  del Automóvil Club Argentino. Un emprendimiento muy bien organizado desde el principio del automovilismo, con sus sucursales distribuidas en todo el país. Argentina  con una superficie igual a cinco veces la de Francia y con una misma cantidad de habitantes. No me podía dar cuenta todavía del país que estaba descubriendo.

Lo que me llamaba la atención era la calma y la buena educación de la gente. Descubría una nueva noción del espacio: campos a pérdida de vista, espléndidamente alambrados para permitir la crianza de vacunos a gran escala. Al medio día comí en un pequeño restaurante  para camioneros donde el patrón me había aconsejado probar el “Bife a loapobre”. Seguramente que mi aspecto no era del cliente rico. Mi “steak” venía acompañado de lechuga y tomates en un plato separado, porqué el “Bife a la pobre” cubría todo el plato. Por suerte que no había pedido el  “Superbife” que comían la mayoría de los camioneros con un vino de la región. Podía haber conocido el Norte Argentino, pero tenía la ansiedad de reencontrarme con Jean y su familia en su estancia. Jean, ex compañero de escuela, había regresado a Bélgica hacia un año, para cumplir su servicio militar, del cual hubiera podido liberarse por vivir en Argentina. Pero Jean decidió hacerlo y eligió los “Paracaidistas”.

Lo que lo llevó al Congo Belga, donde recientemente se había declarado la “Independencia de la Colonia”. Mantener el orden allí en esta época, no era fácil. Lo que fue para Jean, una terrible experiencia. Su servicio militar terminado, pidió ser desmovilizado en el Congo. La razón principal era de ayudar a su abuela, viuda, que se había quedado dirigiendo su plantación de té, en  medio de su personal negro. Jean la encontró un sábado a la tarde, sentada frente a una mesita con pilas de billetes, pagando sus empleados.

Ella decía que todo andaba muy bien y que no había que preocuparse. Jean había visto y sufrido lo que ocurría en el resto del Congo y tuvo que persuadirla de dejar lo antes posible su plantación. Conociendo el carácter de su abuela, no sé cómo pudo convencerla y además organizar su mudanza hacia Argentina, donde nunca pudo adaptarse. No entendía que no se podía tratar los argentinos de la misma manera que ella trataba su personal en el Congo. Poco después de su llegada, se fue a vivir a Bélgica.

Pero volvemos a mi viaje Mendoza - Buenos-Aires: Después de tres días sin problemas, llegaba a esta inmensa “Capital Federal”, con sus diez millones de habitantes, la ciudad  más europea de América del Sur.

Después de cruzar varios barrios, llegué al “Barrio Belgrano” donde vivía la familia Groverman en una casa de estilo francés con su balcón de piedras talladas y su entrada para carrosas.

Buenos Aires 1961

Después de un tan largo periplo para reencontrarme con Jean, se pueden imaginar con qué ansiedad apretaba el botón del timbre. No había avisado mi llegada. En esta época las comunicaciones no eran las de hoy. Que sorpresa cuando la mamá de Jean me abrió la puerta. No lo podía creer. Ella se encontraba sola en la casa, Jean llegó al día siguiente de la estancia. Se pueden dar cuenta la alegría de reencontrarnos con tantas cosas para contar. Jean recientemente había llegado del Congo, después de su estadía en la plantación de su abuela, donde  había fijado residencia y de un interesante viaje hasta “Ciudad del Cabo”, en un lindo coche comprado en el Congo con la intención de poder regalarlo a su padre.

El gobierno argentino venía de firmar un decreto, favoreciendo la residencia de los ex colonos del Congo, con el privilegio de poder importar libremente su vehículo. Durante varios días consecutivos lo acompañé en los impresionantes edificios de la aduana para conseguir esta importación. Los aduaneros le hacían entender que sin “coima” nada funcionaba, pero Jean tenía sus principios y no aceptaba esta manera de actuar. Durante todo ese tiempo el coche se encontraba en el puerto con un alto costo de estadía. La propina hubiera costado menos, pero uno tiene principios o no los tiene.

Como el coche no salía todavía de la aduana, salimos hacia la estancia, a bordo de la “Estanciera”, un tipo de gran jeep carrozada para seis personas y sus equipajes, fabricado por la fábrica “Kayser” en Argentina, muy utilizada por los estancieros en los años 1950/60/70. Parecía  un verdadero ropero sobre ruedas, con una suspensión de camión que hacía saltar los pasajeros a cada irregularidad de la ruta. La estancia se encontraba en General Pirán, a cuatrocientos kilómetros al sur de Buenos Aires sobre la ruta a Mar del Plata. A mitad del camino nos paramos para comer un “Bife a la Pobre” y llegamos sin inconvenientes a la “Estancia”.

Descubría la principal industria del país: la crianza de vacunos. Algunas miles de vacas sobre algunas miles de hectáreas de pasturas que se perdían en el horizonte. Todo muy bien alambrado con varias divisiones y en una parte de esta superficie plana ligeramente elevada, el “Casco”, con las habitaciones, galpones, talleres, usina para la producción de electricidad y a veces una escuelita cuando el pueblo se encuentra muy lejos. Hay que acostumbrarse a las dimensiones del país.

El casco se ve de lejos por sus grandes árboles. Es un verdadero parque con su quinta, un césped bien mantenido con flores alrededor de la casa confortable del estanciero. El personal, que son principalmente  “Gauchos” se contentaba con muy poco confort. En general el peón de campo ama su trabajo que no termina nunca. Son kilómetros de cercos que mantener en perfecta condición, miles de animales a juntar, marcar, vacunar, desparasitar, etc. Todo eso sin contar todos los desastres naturales, como las sequias o las inundaciones que exigen horas de trabajo para salvar un máximo de animales.

Desde mi primer día en la estancia, Jean me enseñó a andar a caballo. Los gauchos no podían entender que sabía manejar una moto y no un caballo. ¿De qué país podía venir un espécimen así? Al segundo día, un gaucho trató de enseñarme a manejar un lazo. Me daba cuenta de todas las “lagunas” de mi educación. Temprano se reunía los animales y mi falta de costumbre de andar a caballo me hacía doler todo el cuerpo. Además, mi caballo había entendido enseguida mi falta de manejo y avanzaba lentamente muy atrás de los demás.

Por lo menos al principio del día, porque al regreso, mi caballo esperando encontrar su potrero, volvía a pleno galope que yo no llegaba a frenar. Llegaba primero a cada tranquera que había que abrir y cerrar para pasar de un potrero al otro. Viendo acercarme a plena velocidad a la próxima tranquera, estaba seguro que me iba a estrellar o volar por encima. Lo que hacía reír a mis compañeros. Al medio día, nos parábamos para el asado, preparado por un paisano desde temprano, seguido de guitarreada folklórica y de “payadas”, cantos improvisados, contando, en mi caso” con mucho humor las peripecias del nuevo gaucho importado de Bélgica. Me daba cuenta de la fineza de espíritu de esta gente ruda, de los cuales muchos tenían que tener sangre indígena mezclada con sangre de inmigrantes de los países de Europa Central.

Hasta sus botas en acordeón, abajo de sus bombachas mantenidas por anchas cinturas, que recuerdan las típicas ropas de los eslovenos. No hay duda que los gauchos argentinos heredaron costumbres de estas civilizaciones.    

A la noche, después de la excelente cena preparada por la mamá, ayudada por sus hijas, May y Kathleen, Jean proyectaba esplendidas diapositivas de un viaje en familia, realizado en el sur de la República, en plena Cordillera de los Andes, donde habían comprado una propiedad con un lindo chalet de estilo austriaco. No podía creer que eso podía existir en Sudamérica. Toda la belleza de los Alpes en su estado natural. Papá Groverman había decidido esta compra con la condición que Jean se haga cargo de su explotación. El azar y el destino se habían combinado para que esta operación se realice.

En el Hotel Angostura, donde alojaban los Groverman, el hotelero Sesto Igidi,  les habló de un chalet en venta, con su tambo y sus 300 hectáreas de bosques naturales. La propiedad se extendía desde la pequeña población del Cruce de Villa la Angostura hasta el lago Nahuel Huapi. Era del conde italiano Disangro, viudo de Gainza Paz, mujer de la aristocracia argentina. El matrimonio había puesto todo su corazón para hacer de esta propiedad una obra de arte. Pero después de la muerte de su querida mujer, el conde había decidido no volver a la Angostura.

Otras propiedades vecinas habían también sido valorizadas con tanta pasión en los alrededores.  Jean planificaba ya su futuro y me ofreció de venir a ayudarlo. Lo que me encantó. En California podría haber quedado en el taller de moto de Bud Ekins, en Chile podría haber vuelto para vender helados con el hijo Vandenwyngarden, pero la oferta de Jean no tenía comparación. Además nos entendíamos muy bien. De todas maneras, en primer lugar había que terminar el viaje con Charles que no tenía que tardar en llegar a la estancia, donde nos habíamos dado cita y también tenía que tratar el proyecto con mis padres en Bélgica.

Charles, después de un interesante recorrido en Bolivia y norte chileno, pasando por San Pedro de Atacama, donde conoció al famoso arqueólogo jesuita belga, el Padre Lepeige, bajó a dedo hacia Viña del Mar, donde fue recibido por los Vanwynengarden y siguió mis rastros hasta Buenos Aires donde se encontró con el señor Groverman, justamente saliendo para la estancia. Es así que Charles llegó confortablemente al “Campo”, como  nombraban a la estancia.          

Quedamos unos días en la estancia para que Charles conociera también la vida en el “Campo” y regresamos a Buenos Aires, donde nuestra moto nos esperaba. Pasamos un día en la ciudad para que Charles conociera el centro y los grandes parques en el medio de la ciudad y nos despedimos de la familia Groverman para dirigirnos hacia el Noreste Argentino, felices de nuestro reencuentro después de esta larga separación. Queríamos conocer las Cataratas del Iguazú. Es así que decidimos llegar a Brasil sin pasar por Uruguay. Conocimos las provincias de “Entre Ríos”, “Corrientes” y “Misiones”. Esta última, debe su nombre a las misiones jesuitas, establecidas desde el siglo diecisiete, en éste rincón de América Latina.

Durante los 900 primeros kilómetros, de los dos lados de la ruta hasta “Posadas” son estancias que producen ganadería y agricultura. Durante los 300 kilómetros siguientes hasta Iguazú, a través de la provincia de Misiones, son principalmente plantaciones de pinos. En esta provincia, la mayor parte de las rutas eran todavía de tierra, una tierra colorada, arcillosa, un verdadero jabón cuando llueve, con el inconveniente que éste barro quedaba pegado entre la rueda delantera y el guardabarros. En un momento pensábamos desarmar el guardabarros, pero íbamos a recibir todo el barro en la cara.

La visita de varias ruinas de las “Misiones Jesuíticas” nos permitió conocer su historia y cómo funcionaban estas comunidades. Nos dimos cuenta que estaban muy bien organizadas socialmente, ayudando al desarrollo de los indígenas. Lo que no le gustaba a los colonos españoles y portugueses en Argentina, Brasil y Paraguay. En realidad el indígena se encontraba protegido y mucho mejor en las misiones que como esclavo de los colonos. Sin contar que las misiones representaban una competencia comercial a los colonos. Lo que provocó verdaderas guerras. Los indígenas  de las misiones defendiendo los jesuitas contra las milicias de los colonos. Estos últimos consiguieron finalmente persuadir al Rey de España de intervenir para que el Papa disuelva la orden de los Jesuitas.

Actividades comerciales en Deseado.

Descubrimos las famosas Cataratas del Iguazú. Es un majestuoso espectáculo en plena selva subtropical. Se llegaba a pie por un pequeño sendero con el ruido de fondo de las cataratas, amplificándose a medida que uno se acercaba, hasta el momento que aparecían. Las del Niágara nos habían impresionado, pero estas nos impresionaron mucho más. 

Con éste recuerdo majestuoso, nos dirigimos hacia la frontera de Brasil. El Río Iguazú y su afluente el Río San Antonino separan la Argentina de Brasil. Después de un pequeño puesto aduanero argentino, donde declaramos nuestra salida de Argentina, un poblador nos ofreció cruzar el río San Antonino a bordo de su piragua. Una vez en la orilla brasilera, no encontramos ningún puesto aduanero. Sin duda que nuestro transportista con su piragua estaba tan acostumbrado a pasar contrabandistas que no hizo ninguna diferencia y nos dejó del lado brasilero sin que tengamos que declarar la entrada de la moto. Esta había salido legalmente de Argentina y no había entrado oficialmente en Brasil.

Después de varios kilómetros en Brasil, no quisimos volver atrás para buscar el puesto aduanero. Sin pensar  que eso nos iba a permitir vender la moto en Brasil, evitando así de repatriarla en Bélgica, al momento de terminar nuestro viaje.  Seguimos en dirección de Curitiba situado a 600 kilómetros, pensando que  podríamos explicar que no habíamos encontrado la aduana, lo que era verdad. Pero podríamos haber tenido un gran problema. Por suerte todo se arregló perfectamente. Después de algunos días de rutas sinuosas y de camping a través de los campos brasileros llegamos a Sao Paulo, el gran centro industrial de Brasil. 

Llegando a Sao Paulo 1961

La ciudad más activa de América Latina. Como ya nos preocupábamos por la manera de volver a Europa, fuimos a Santos, el puerto de Sao Paulo, con la esperanza de encontrar un barco de transporte que nos pudiera llevar. Pero, ¡qué desilusión! Subimos a bordo de todos los barcos que se encontraban en el puerto. Pocos iban a Europa y de todas maneras, ninguno nos aceptaba.

Luego salimos a tentar suerte en Rio de Janeiro. Después podríamos seguir hasta el puerto de Salvador. De alguna manera terminaríamos de encontrar una forma de cruzar el Atlántico,  en  último caso pasando por África si hacía falta. 

En Rio de Janeiro, no encontramos ningún barco, pero pasamos unos días muy interesantes. Durante una noche, en una cabaña situada en una “Favela”, asistimos, a través del agujero de una tabla de nuestro alojamiento, a una sesión de “Macumba”. Rito de una religión africana que se practicaba mucho en Rio. Durante el día, íbamos a la playa de Copacabana, donde hicimos lindos encuentros. Cada uno, teníamos nuestra “amiga”. La mía de una buena familia de Rio, me presentó a sus padres, en un lindo departamento con vista sobre Copacabana. Para esta presentación, me había comprado un traje barato, pero de calidad suficiente para ser aceptado por la familia, porque al día siguiente mi amiga, acompañada por una de sus amigas, me hizo conocer la ciudad y sus alrededores. No fue fácil explicar que teníamos que continuar nuestro viaje y que estábamos solamente de paso por Brasil. No hay duda que los viajes forman la juventud, ofreciendo a veces oportunidades. Pero por mi parte, mi porvenir estaba decidido. Después del viaje, volveré a Argentina para empezar con Jean en el sur. Como la gente que conocimos en Rio nos había aconsejado de no irnos de Brasil sin conocer Brasilia, decidimos ir a conocer esta nueva capital, pero sin la moto, visto que no queríamos arriesgar algunos problemas, considerando que se encontraba en contrabando en el país. La dejamos en un garaje de Rio y fuimos con un bus, llevando nuestro material de camping. Es así que en lugar de ir al hotel nos alojamos dentro de nuestra carpa en el centro de Brasilia, que se encontraba en plena construcción. Eran grandes edificios destinados al gobierno, construidos con muchos espacios entre sí, así que avenidas y bulevares anchos. Brasilia era un proyecto a la dimensión del territorio. Hoy  no me puedo imaginar lo que puede ser esa ciudad.

Durante la vuelta en bus, tomamos la decisión de terminar el viaje y volver lo antes posible a Bélgica. Por un lado, nuestras economías llegaban a su fin y el viaje había durado bastante. La cuestión era, ¿Cómo hacer? En primer lugar, teníamos que encontrar dinero. La moto se estaba convirtiendo en una carga inútil y como había entrado ilegalmente, convenía venderla aquí. La limpiamos lo mejor posible y la presentamos a un primer negociante de motos que nos ofreció más de lo que esperábamos. Seguramente que la iba a desarmar para vender las piezas  como repuestos.

Una hora después entramos en una agencia de viaje a preguntar el precio de dos pasajes a Europa. En esa época, viajar en avión costaba muchísimo. El dueño de la agencia nos hizo poner sobre la mesa todo nuestro dinero. No llegábamos ni al 50% del precio y le explicamos que salíamos los dos juntos o no salíamos. Hubo un largo momento de silencio y por fin el hombre aceptó de vendernos los dos pasajes, con la condición de que salgamos enseguida. Quedaba justo el tiempo necesario para llegar al aeropuerto y tomar el avión para Ginebra. Se dan cuenta, con qué emoción subimos a bordo.

Para mí era mi bautismo del aire. Todos los asientos estaban ocupados. Seguramente que tuvimos la suerte que quedaban solamente dos lugares libres en el momento que nos encontrábamos en la agencia. En el año 1961 eran todavía aviones cuatrimotores con hélices, muy ruidosos. Después de 18 horas de vuelo, hicimos escala en Dakar, donde uno podía estirar las piernas al aire libre antes de tomar vuelo hasta Madrid y llegar a Ginebra 36 horas después de la salida de Brasil. Para no viajar a dedo hasta Bruselas, Charles conquistó la empleada de la oficina de teléfonos que con la única moneda que nos quedaba, nos puso en comunicación con el papá de Charles.  Recién amanecía y el papá subió en su Alfa Romeo y llegó al principio de la tarde. En el atardecer llegábamos a Bruselas. Fue increíble pero verdad. Papá y mamá habían sido avisados por el estudio Decorte y nos esperaban con  champagne.                     

Así terminó nuestro periplo por las Américas. Cuando recuerdo las motos de esta época, comparadas a las actuales, así como las rutas en América Latina con la falta de talleres mecánicos en estos países, fue sin lugar a duda una linda hazaña con una preciosa ayuda celestial. 

Fuente: https://jpraemdonck.blogspot.com/

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