JUGUETE RABIOSO
En esta ocasión compartimos “Transmigración” de Natalia Belenguer
TRANSMIGRACIÓN / Por Natalia Belenguer *
Cuando se separaron y empecé a vacacionar con mi padre, me di cuenta de lo aburrido que él era. Mi madre como una carpa de circo había abarcado todo. Cada uno de los momentos tenía su sello. En cambio papá era un hombre sin ideas, ni iniciativa y cuando de golpe las tenía, las cosas salían mal. Como para confirmar que todo era imposible.
No tuve que esperar a verlo en un geriátrico mirando a la nada o idiotizado por la tele. Con doce años ya me sentía su padre. Le elegía la ropa en el supermercado, lo cuidaba para que no se tropezara, pensaba en los regalos de cumpleaños, el menú, los adornos. A veces jugaba al fútbol, pero mi vida diaria de niño adulto fue agotadora. Él se apoyaba en mí, como lo había hecho primero en su madre, y luego en la mía. ¿A dónde cuelgo la campera? Preguntaba al entrar a una casa y daba vueltas buscando hasta que alguien le decía, siéntese Pedro, nosotros nos ocupamos. Ahí me tranquilizaba porque era mejor verlo quieto que sentir vergüenza o convertir en chiste sus errores para que no se notara su bobera. Cada salida, cada visita era una tensión permanente. Él era un cuerpo adulto con un niño adentro; pero un niño incapaz.
La semana que vivía con mi madre descansaba y volvía a ser yo. Hasta que se puso de novia con uno que era igual a mi padre. Y le dije que para eso prefería vivir con el original y no con la copia.
En el discurso de papá todo era ideal. Nos vamos a una cabaña en el sur, pero en la práctica chocaba el auto, perdía las llaves de la cabaña que nos habían prestado, pisaba sus lentes de aumento. Nos vamos a pescar truchas. Y ya en el lago, con la heladerita, preparando las cañas, se ensartaba el dedo mayor con un anzuelo. Y tenía que transformarme en socorrista sin saber nada. Un niño desesperado que veía chorrear la sangre de su padre y agitaba los brazos en medio de la ruta hasta que alguien paraba y lo llevaba al hospital.
Aun así, yo insistía. Conservaba la esperanza de tener un padre piola y volvía a creer: vamos a ir a la playa este fin de semana, decía. Y se olvidaba de todo. Pasábamos el sábado comprando mallas, sombrilla, reposeras (que eran carísimas); el domingo, llovía.
Mi esperanza fue tan maltratada que llegó un día en que, como un animalito apaleado, prefirió no asomar.
Ese era papá. La felicidad abortada al instante de nacer. Decía que le costaba ser padre, que nadie le había dicho que era tan difícil, pero que por suerte le salía muy bien, ¿no? Yo no contestaba.
Hasta que a los treinta conocí a Laura y papá empezó con los reclamos: ¿A dónde vas? ¿A qué hora volvés? ¿Otra vez salís? Claro, mis salidas lo enfurecían. Ya no parecía un niño sino una mujer despechada. Empezó a llamarme “papito”. Tomábamos el café con leche quemada como todas las mañanas, sin decirnos más que monosílabos.
El día de su muerte descansé. No pude contener el llanto, lloraba su muerte, pero sobretodo su vida, su incapacidad. No podía parar de llorar, lloraba su ineptitud paterna. Las borracheras de los últimos años. Sus ganas e insistencia en vivir muerto. Quizás el tiempo mejorara su imagen.
Ayer empujé a un chico que se quiso colar en la heladería. Se tropezó y se rompió dos dientes. No fue culpa mía, pero Laura dice que sí. No tolera mi creciente odio hacia los niños y bebés. Dice que soy muy infantil y que ella necesita un hombre, un adulto que quiera tener un hijo. Lo lamento. A mí nadie más me dirá papito, ya no quiero ser padre. Fui durante mucho tiempo. Me separo. Antes de que fracase mi matrimonio lo termino. Hago la valija y vuelvo a lo de mamá.
* NATALIA BELENGUER nació en Bahía Blanca. Estudió Letras en la Universidad Nacional del Sur. Desde el año 2000 vive en Villa La Angostura. Publicó los libros Desafinan los huesos (El Baqueano, 2007), Territorios (Ediciones De La Grieta, 2007), La vida en el suelo (en coautoría con Cecilia Fresco, Espacio Hudson,