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Cambia el foco de la realidad

En esta tercera entrega, Federico Watkins reseña un libro del año pasado, una extraña obra maestra de Taeko Kōno, una autora que hace relativamente poco se empezó a conocer en nuestro país.
10/01/2022
Cambia el foco de la realidad

 

Cacería de Niños, de Taeko Kōno

La Bestia Equilátera, 2021, 285 páginas

 

Taeko Kōno camina por una callecita de Tokio apenas alumbrada por el tenue resplandor de los faroles. Le llama la atención una obra en construcción, vigilada también por luces pero ahora más poderosas, de obra particular, sin restricciones de presupuesto. Como la protagonista de uno de sus cuentos, quiere subirse a ese primer piso a la calle, y jugar, patear arena, ser la primera habitante de ese hogar, dormir la primera de infinitas noches pero algo la acomoda en su lugar, algo que recuerda, algo que vuelve del pasado con ominosa presencia, entonces se encierra en su pequeño departamento y se pone a escribir.

“La sola idea de dar a luz y tener que criar un bebé le resultaba repugnante”. Sencillo y elocuente, está comenzando Cacería de Niños, el cuento que da título e inicia el libro. Fiel a un espíritu más geográfico que epocal, no distinguimos la frontera entre lo que sucede en el mundo de lo real y lo que sucede en el mundo de la metafísica de la isla más insular de todo el mundo.

Descubrí este libro por recomendación de la gente linda de Malapalabra Casa Librera (Neuquén). Sus protagonistas son todas mujeres, y por momentos suponemos la aparición de la sombra de la autora detrás de ellas, ejercicio tan prejuicioso como innecesario, dado que prolijamente se aleja de la acción. No hay rastros autorales en Cacería de Niños: solo una creadora que se limita a ser testigo de las cantidades industriales de sufrimiento y de extrañeza de las protagonistas en un mundo en el que no parecen ubicarse del todo.

Taeko Kōno exhibe, y lo hace bien. Puede ser acción o descripción o diálogo: todo avanza a raudales, la trama escapa hacia adelante. No se detiene en metáforas, no las necesita, porque todo cuanto tiene para decir está siendo dicho por verbos: está siendo.

Se suceden así las historias de Akiko, que odia a las niñas, de Fukuko y su amistad de toda la vida con Utako y su relación con Saeki, de Hayako, que odia la nieve y cuya madre ha muerto, o Yuko, que se siente mal y se va a vivir un mes a un departamento alejado de su marido y comienza a buscar cangrejos para su sobrino, o también de una relación fomentada por el teatro, y de una niña sin nombre que se muda y luego se entera que una presencia próxima era más cercana de lo que parecía.

Y también estallan los párrafos. Por lo general, en forma de flashbacks. Sin estridencias, a lo japonés más como adjetivo que como gentilicio, en algún momento estallan. Al demonio. Es la autora con una sonrisita de costado, apenas visible, también a lo japonés.

“La madre de Hayako había asesinado a su propia hija en un arranque de demencia —temporaria, eso es verdad—, pero eso no cambiaba lo sucedido. Que este ataque de nervios hubiese tenido que ver con su propia infidelidad hizo que el padre de Hayako se preocupara mucho por silenciar el incidente.”, rompe todo la autora en Nieve, mi relato favorito, en el que la protagonista le tiene aprensión, por supuesto, a la nieve, y cuyas sucesivas capas de miedo iremos deshojando mientras ella se hunde cada día más en esa pesadilla helada que cae del cielo.

Cambia el foco. Podemos ver a la autora moviéndolo. Ahora se iluminan las partes oscuras del mundo. Las que no se pueden ver con los ojos ni con la Constitución en la mano ni con los sentidos. En este mundo no te piden DNI ni permiso ni por favor: es la región oscura.

La luz comienza a recorrer este Japón suburbano de tiendas y tatamis, moderno por propiedad transitiva: los recuerdos de infancia no son tan dulces, la familia no es el refugio, el sexo no será tan fluido, lo que ya pasó no necesariamente terminó.

Reflejo o contrarreflejo de una época, no importa demasiado, lo que realmente importa es lo que late bajo la superficie de esas calles perfectas, el recorte de sombra que deja pasar una figura extraña atravesando los finos pasillos de una casa de huéspedes en la costa.

En cada cuento hay un momento así, un catalizador, un cartel rojo que nos interna en el pasillo equivocado.

Entonces empezamos a ver detrás de las sombras: la insatisfacción matrimonial, la rutina, la parsimonia con la que se aceptan relaciones rotas desde el mismo núcleo, el suave y apenas disimulado egoísmo con el que mujeres enfermas hacen que el mundo gire a su alrededor. Hay relaciones sado, más de una y en más de cuento, hay violencia sexual, simbólica y real. Las protagonistas del libro reaccionan de diferentes maneras a la concepción tradicional que las quiere siguiendo los mandatos.

Todas: la que odia a las nenitas y se excita con los nenes (Cacería de Niños, el primero, es una experiencia muy incómoda aunque, y por ese mismo motivo, adictiva), la que quiere hacer una especie de swinger a la japonesa con su pareja y la pareja de su amiga de toda la vida, la madre que revienta a su propia hija, la otra que acepta cuidar a la primogénita de su amante, vienen a pararse de una forma distinta en la concepción patriarcal. La autora, según los críticos (que la aman) intenta socavar o al menos mostrar las diferentes maneras en que una mujer japonesa de esa época se podía rebelar ("sus escritos muestran las luchas de las mujeres japonesas para aceptar su identidad en una sociedad patriarcal tradicional". “La mayoría de sus personajes femeninos rechazan las nociones tradicionales de la feminidad y los roles de género, y su frustración los lleva a formas violentas, a menudo antisociales o sadomasoquistas de tratar con el mundo").

También podría ser que hubiera una intención moralizante: la única manera de oponerse a lo que la tradicion tiene para vos es pasarla mal. No sé. No me importa demasiado. Son mujeres rompiéndose, en su mayoría, y el acento está ahí. En la violencia mostrada por su autora, que con ese mostrar desnudo tiene suficiente.

Encontrar ese momento fue mi momento en cada libro. Por lo general, un flashback que cuando volvemos ya cambió la tonalidad del presente. Como si fuera un final sorpresivo: el lector avanza pensando que está ante otro fresco de ese Japón de posguerra. Y ahí un recuerdo, la completación de una personalidad hace que todo se desmadre y sea distinto: un abrazo puede ser también una toma de estrangulación.

El mundo de Cacería de Niños es un lugar donde reina la miseria prefigurada de la rutina: donde lo diario es oscuro y el pasado es un ancla demasiado pesada para estos presentes débiles, que se van ensombreciendo conforme avanzan las historias. Ahí vemos que lo único que hizo la autora fue correr los velos de la decepción sin tramoyas o ingeniería literaria: solamente buen pulso y un ánimo por contar los mejores cuentos posibles.

La contratapa del libro (me encantan las ediciones que está haciendo La Bestia Equilátera: eligen buenos autores y los editan con, se ve, mucho amor) dice que esta genia ganó todos los premios literarios de Japón y que el mismísimo Kenzaburo Oé la admiraba. No es para menos. Falleció en 2015: a la hora de su muerte estaba considerada una de las grandes en un país de escritores infinitos.

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