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El primer Cheever también era grandioso

En esta entrega, Federico Watkins se sorprende con la publicación de los primeros cuentos del genial escritor norteamericano.
24/01/2022
El primer Cheever también era grandioso
Fall River, John Cheever, Godot, 2018, 168 páginas. Traducción de Ariel Dilon.

 

John Cheever es uno de los grandes escritores yanquis del siglo XX, o grandes escritores a secas, sobre todo gracias a sus seis colecciones de cuentos (el séptimo, la antología Cuentos, ganó el Pulitzer).

Me metí en este libro siguiendo una corazonada: tuve que resistir mi impulso de googlear. Apenas leí la contratapa: quería entrar sin saber, porque en el vasto pozo de mi ignorancia, hasta que no lo vi en los anaqueles de Malapalabra (Neuquén) no sabía que Fall River existía: 13 (mi número favorito) cuentos de iniciación del maestro entre maestros.

¿Qué buscaba además de un montón de cuentos nuevos del tipo que hizo algunos de los mejores del siglo? Pistas, rastros trabajo en proceso, secretos de confección, lastres y vicios que eliminó en su obra posterior, los pasos anteriores a la elegancia: ¡todos queremos saber cómo escribe así!

Quizás también otros rastros de su vida, cuyos avatares lo habían hecho ir y salir de la bebida, de vivir como un rico y como un pobre, de ahogar la miseria que lo invadía de a rachas o por completo. Porque Cheever la pasó mal incluso cuando se suponía que había llegado a un lugar de privilegio en la literatura norteamericana, una arena durísima con competidores durísimos. Este libro denota primero que, escribiendo como escribió toda su vida, era lógico que iba a ir al Olimpo, y segundo que, con la sensibilidad que tuvo siempre, era también lógico que no iba a ver pasar la vida de forma indolente.

Fue escritor desde joven, el único oficio que jamás realizó, y también siempre estuvo acorralado. Lo que pasa es que nunca nos dimos cuenta (al menos hasta que salieron los Diarios) porque su prosa estilizada parecía tomar distancia de la decadencia que desarrollaba en sus páginas, de esas vidas de clase media alta que vivían en los suburbios y que tenían esas grandes grietas de sufrimiento y dolor por las que se coló su mirada.

Pero un escritor, además de lo que lee, es lo que vive, y Cheever tuvo más de una vez la forma de algún personaje de un cuento, viviendo en sus paisajes únicos, paisajes Cheever: otro ángel caído de los tantos de los que está hecha la literatura norteamericana, otro de los ejemplos de que si sos yanqui y escribís tenés destino de personaje.

Entonces, Fall River compila relatos inéditos publicados por su hijo Benjamin (que ya había publicado sus Diarios). Ordenados cronológicamente, van desde 1931, cuando el autor tenía 19 años, hasta 1949. Primera anotación: un tipo que a los 19 —la edad en que las hormonas te llevan violentamente hacia cualquier otro lugar que no sea al análisis de cuanto pasa a tu alrededor— se para en una coyuntura fea y capta con su radar todo lo que viene detrás: el cierre de una fábrica y su consecuencia en el pueblo.

Dos años después, a los 24, hace un cuento al que quizás (¡esto tómenlo con pinzas!) le sobren varias palabras, y que Cheever hubiera mutilado de haber sido posible: se llama Cerveza negra y cebollas rojas y es sin embargo un relato de aplomada belleza, aunque por supuesto miserable, sobre unos visitantes que acampan en el patio de una viuda.

El siguiente se llama Autobiografía de un viajante, y me lo imagino al maestro pasando penurias y frío en una habitación pequeña y no puedo más que preguntarme si no se sentía así a sus 23: ¿qué te tiene que pasar para que a esa edad escribas un cuento con un protagonista de 62 años que está solo, afeitándose, en la habitación de un hotel recordando su vida? O Bayonne, la protagonista del siguiente cuento, escrito a los 24 años y publicado en la revista Parade en el verano del 36: cuentazo sólido y estremecedor, que nos permite entrever la mirada detallista del autor y su obsesión con las pequeñas derrotas de la gente que lo rodeaba.

Luego vienen La stripper y La princesa, cara y contracara de la vida en los teatros, con protagonistas femeninas duras y comprometidas con su futuro, que nos dicen que el dolor es obligatorio pero el sufrimiento opcional. Viven y sobreviven en ese mundo que Cheever terminaría inventando: esa mezcla de fachadas brillantes y habitaciones sobrecogedoras.

Me emociona ese Cheever seminal, que (mal) vivía como escritor, ocupación que, ya dijimos, sería por otra parte su único trabajo. Porque avanzan los cuentos y nosotros, que conocemos su vida, somos testigos de esos cambios: de los pequeños pueblos a los suburbios pasando antes por una temporada en el infierno del hipódromo. Aunque todavía es joven, sus antenas o su prodigiosa preocupación por el futuro hacen que a los 26 publique Su joven esposa, un cuento de belleza epifánica cuyos protagonistas son una pareja entre un viejo y una joven y que la revista Collier´s pagó 500 dólares y le sirvió para aguantar varios meses.

También vislumbramos al autor ya presa de las maldiciones que lo acosarían durante toda su vida y que lo terminarían acorralando: el alcoholismo, la soledad, los problemas heredados de sus padres (un cuento de sólida construcción como De paso nos cuenta algunos líos inmobiliarios que habían tenido por esa época), la vida a veces nómade, sus días de paso en Saratoga, su vida de pobreza, de cuando escribía con guantes para combatir un poco el frío.

Los tres cuentos finales nos muestran grandes avances en la mirada desencantada y febril del autor, que llevarían un par de años después a la publicación de su ópera prima The way some people live. Ya vemos acá (han pasado casi 30 años) la estilización y la sofisticación de sus textos de madurez, además de ciertos artificios (¡no me maten!), sobre todo en El hombre que amaba y La oportunidad, dos gemas con otras protagonistas femeninas fuertes y decididas.

En fin, no me quiero extender. Este no es un libro experimental, no es una bitácora de escritor: es una colección de cuentos hecha y derecha con los que Cheever fue tirando para no morirse de hambre, otra de sus grandes pasiones. Y responde una pregunta que, de todos modos, es innecesaria: ¿Fue Cheever siempre así de bueno? Sí. Siempre fue así de bueno. Desde los 19 años.

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