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JUGUETE RABIOSO

Hoy compartimos, “Las Bananas negras” de Beloure

En las últimas entregas de la sección que cura Diego Reis, hoy un cuento de la escritora y docente de la ciudad de San Martín de los Andes.
12/04/2023
Hoy compartimos, “Las Bananas negras” de Beloure

LAS BANANAS NEGRAS / Por Beloure *

 

Nadie obtiene justicia. La gente solo tiene buena suerte o mala suerte

Orson Welles

 

Sé cómo es esa mirada. Esa. Como si no te vieran.

O sí, pero con una mirada negra, hedionda y pútrida: huele a bananas corrompiéndose olvidadas en un sillón marrón cacadebebé de cuerina barata y rasgada. Es la mirada que se extiende como reguero de injusticia. Es la mirada que horada, minúscula, de soslayo, aunque te la hacen con el rostro entero apuntando hacia adelante, lejos de tus ojos, porque mirarte a los ojos los rebaja a tu altura, a tu especie, a tu clase. Esa mirada te ubica en el espacio donde merecés estar: un metro cuadrado lejos y por debajo suyo.

Sin embargo, oíme bien, para usarte, la mirada se les pierde, se les baja obligada: Aceptan bajar unos segundos para limpiarse los ojos, las manos y las patas sucias en vos. Y lo hacen de diversas maneras, pero siempre, escuchame bien, siempre usan tu cuerpo. Hasta que dejan de necesitarlo.

Lo empezaste a entender a los diecisiete, cuando empezaste a cuidar a la turca Hacinasi por las noches. ¿Te acordás? Porque yo sí me acuerdo bien. Fue tu primer laburo. Me contaste ese sábado cuando salimos al bar de España y Santa Fe.

-Es la turca que vive en la Avenida Cobo, frente a la carnicería de los Pigazzi. Está sorda y aunque es porfiada no creo que sea muy complicado cuidarla.

Entrabas a las ocho de la noche y salías a las ocho de la mañana. Tenías que ocuparte de acompañarla esas horas infinitas, sin poder moverte ni cambiar de canal, hasta que la doña decidiera irse a descansar, a la cama, porque ya dormitaba cabeceando frente al televisor gran parte del día; pero si decidías levantarte o sintonizar otro programa, se despertaba y te quitaba el control remoto.

Cerca de la medianoche tenías que sacarle las zapatillas. La turca tenía un dedo torcido, encimado por sobre los otros y los pies resecos como un cuero viejo. Ese dedo complicaba la puesta de las zapatillas por la mañana. Por último, le sacabas la peluca negra (el último rastro de coquetería a los 90 años) antes de acostarse.

Uno de sus hijos (se me confunden los nombres porque todos tenían apodos similares: Caco, Coco, ¿Quico? ¿Coqui?, Queque, a este lo identificabas porque era el único que vivía en Buenos Aires y el que más adoraba la turca) le compraba cada tanto dos kilos de bananas para que comiera. Es probable que hayan conjeturado que iba a compartirlas con vos y con la otra señora que la cuidaba durante el día. Los dos kilos de bananas reposaban en un extremo del sillón de tres cuerpos y se iban oxidando día tras día, hasta volverse un manojo de dedos negros adentro de la bolsa. Cuando era tiempo de tirarlas a la basura, la vieja del dedo torcido medía que era tiempo de convidarlas: estaban negras y hediondas, negras y pútridas.

 

-Nena…, nena, ¿querés una banana?

-No, gracias, señora.

Esto pasó tres o cuatro veces entre septiembre y febrero, el período en el que trabajaste para ella. Me contaste, entre risas e incredulidad, la misma escena: Alguien le dejaba dos kilos de banana en una bolsa sobre una esquina del sillón de tres cuerpos de cuero marrón cacadebebé. Las bananas descansando. La vieja se sentaba frente al televisor en el silloncito estropeado, delante de ese sillón marrón. Para poder sentarse, de manera inequívoca pasaba enfrente de las bananas. ¿No las veía? Sí las veía, pero las veía con esa mirada: las bananas amarillas descansaban en el mueble, por si quisiera comerlas eran para ella; cuando estaban negras recién las veía para vos. Yo te miraba y me admiraba la nobleza de tu espíritu. ¿Por qué no te dije esto antes?

¿Te acordás de esa noche en la que fueron dos hijos y una nieta (de tu edad) a cenar? Pusieron música folklórica de su país, comieron y bebieron. Durante esa reunión te pusiste a un costado y esperaste a que se dieran cuenta de que estabas ahí, sin embargo, eso no sucedió. Optaste por sentarte en un extremo del sillón marrón caca. Pasaste las dos o tres horas que duró la reunión mirando la televisión sin verla mientras escuchabas los diálogos. Descubriste con gratificación que lo único que te distanciaba era la percepción que ellos tenían de vos, porque podrías haberte desenvuelto muy bien en las conversaciones de esa noche porque eras una persona tan instruida como cualquiera de los que estaban allí. Esos detalles te fundaban esperanzas en el porvenir: estudiando podrías llevar muy lejos. 

Cuando te pagaron el primer sueldo, el magro sueldo, la señora te miró con ‘esa mirada’ y te aconsejó:

-Nena, comprate empanadas con esa plata.

Eras muy flaquita, de brazos muy delgados y con algo de barriga abultada (como chico raquítico del África) por falta de ejercicio. La turca cavilaba que pasabas hambre. Sin embargo, si esos hubiesen sido sus pensamientos, te habría ofrecido las bananas, ¿no es cierto?

Te fuiste riendo por la ocurrencia de las empanadas mientras ibas hacia la terminal de colectivos. Paso a paso, ocho cuadras. Para tomarte el transporte que te llevaba a cuarenta kilómetros, casi a las puertas de tu casa, en el pueblo cercano. Fue un sacrificio de seis meses para juntar algo de dinero y poder irte a estudiar a otra ciudad. Estabas empeñada en construirte una vida a la medida de tus ilusiones.

Llegando al verano, a la turca se le ocurrió que estaba perdiendo los higos. La casa tenía dos o tres higueras, una que daba frente a la puerta trasera de la casa y las otras parras detrás. Los higos que alcanzaba a ver desde la puerta de la cocina ya estaban maduros, entonces supondría que los que estaban más arriba, en las ramas que caían sobre el techo, estarían mejor todavía, pero nadie le daba bolilla para sacarlos. Los hijos eran hombres mayores y los nietos y nietas apenas la visitaban. Y si iban, estaban en su mundo.

-Los higos deben estar maduros. Nena, ¿por qué no te fijás?

Así empezó a pedirte, día tras día, apenas unos minutos antes de que terminara tu turno, que fueras a buscarles los higos. Ella sabía que tenías que irte, que se te pasaba el transporte.

Un par de veces le dijiste que les faltaba maduración. Pero la tercera vez no podías mentirle porque estaban a la vista. Unos pocos minutos antes de que terminara tu horario y a riesgo de perder el colectivo, subiste al techo y pronto te arrepentiste: había chapas sueltas y oxidadas; podías caer, meter un pie por un agujero, perder el equilibro y rodar por el techo al estirar el cuerpo por alcanzar los higos... No tenías seguro, no estabas registrada como empleada, era tu cuerpo el expuesto al peligro: Y a ella solo le importaban sus higos de mierda.

Le hiciste ese favor. La señora no consideraba que pudieras perder el colectivo o que estuvieras por irte. O que pudieras romperte algún hueso. Accediste una vez más. Otra vez la burra al trigo. O a los higos. Te insistió y luego optaste por mentirle: “No quedan más higos, los pájaros se los comieron” –en parte era cierto- y dejó de pedirte que subieras a buscar los higos.

Esa mañana de febrero recién empezaba a tomar unos mates antes de irme a trabajar cuando me avisaron que habías caído del techo porque una chapa oxidada cedió a tu peso. Corrí, corrí, corrí. Corrí hasta la casa pero no llegué. Ya te habían llevado. Nunca sabré por qué decidiste darle el gusto a la turca. No sabías mentir.

Traumatismo de cráneo. Muerte cerebral.

No hubo culpables. Fue un accidente.

Prontamente, encerraron a la turca en un geriátrico discreto esa misma semana. Supe por conocidos que murió a los pocos meses.

Yo cumplí tu sueño: me armé de unos ahorros trabajando en el supermercado más antiguo (el de la esquina de Centenario y Juan B. Justo, ese al que íbamos a buscar unas masitas antes de que entraras a trabajar). Me fui a estudiar.

Me recibí de abogado buscando una justicia absurda. Todos estos años sólo estuve corriendo: una  loca carrera en la que se me fue ennegreciendo el gesto, el pensamiento, la existencia.

Algo cruje en mi cabeza, cruje como chapa oxidada debajo de mis pies. Y se pudre lentamente como bananas en una bolsa cerrada.

 

***

 

* BELOURE (Cañada Seca, Buenos Aires, 26/12/1978) es el seudónimo de CINTIA CAROLINA MANSILLA, profesora de lengua y literatura graduada en la Universidad Nacional de Río Cuarto, diplomada en Educación, Imágenes y Medios (Flacso) y actual tesista por la Maestría en Género, Sociedad y Políticas (Flacso-Priggepp). En 1997 publicó sus primeros poemas en la V Antología literaria de cuentos y poesías Reflejos del alma (Ediciones Alternativa). Al año siguiente, recibió Mención de honor en el 3° Concurso Provincial de Poesía y Cuento Suburbano 1998, auspiciado por la Subsecretaría de cultura, Dirección General de Cultura y Educación, Prov. de Bs. As, seleccionado por Ediciones Baobab. En 2021 publicó su primer libro de cuentos y relatos, Lo que el tiempo se llevó. Relatos sesgados (Tinta Libre). En 2022 publicó de manera conjunta con dos poetas, el libro de poemas Ambedo, místico y subliminal (Autores Argentinos).

 

 

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