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JUGUETE RABIOSO

En este “Bonus Track 1”, “El final vendrá del mar” de Cristian Carrasco

Debido a la gran cantidad de trabajos recibidos para la columna de Diego Reis, habrá dos ediciones más. En esta primera entrega extra, un cuento del  escritor y guionista de historietas de la ciudad de Neuquén Capital.
27/04/2023
En este “Bonus Track 1”, “El final vendrá del mar” de Cristian Carrasco

EL FINAL VENDRÁ DEL MAR / Por Cristian Carrasco *

a H. P. L.

 

Ingenuamente pensé que un departamento en el mar significaba un departamento a centímetros de la playa. O un departamento en un barrio alejado pero, en definitiva, con vista al mar, aunque sólo se viera el azul del agua por encima de las casas siempre bajas de las ciudades vacacionales. Pero no. Al parecer, para las empresas que utilizan los “departamentos en el mar” como publicidad engañosa para atraer empleados a sus sucursales más alejadas, significa simplemente cuatro paredes edificadas en un barrio cualquiera tierra adentro.

Debería sentirme halagado: nadie suele mentirme para conseguir algo de mí. Por eso, por no estar acostumbrado a cuidarme de los engaños, firmé el traslado antes de verificarlo todo, sin hacer un viaje de reconocimiento, y acá estoy, trabajando en el nuevo supermercado de este pueblito.

Por lo menos, todo lo que necesito para vivir me sale a precio de soto y, desde mi silla de cajero, cuando está tranquilo y tengo dos segundos para girarme hacia el ventanal, puedo ver una pequeña porción de agua, enmarcada entre las paredes blancas de dos casas de alquiler.

 

*

 

Tomo un producto. Lo arrastro. Espero el biiip y tomo otro.

El supermercado es pequeño e incómodo. Los clientes se amontonan, se empujan, consiguen la mitad de las marcas que conocen y la mitad de las cosas que necesitan. Pero está dentro de lo esperable. Las cosas funcionan así en el verano. Es vacacional, incluso pintoresco, a pesar de las molestias y el tiempo perdido.

Si hemos de hacerle caso a los pronósticos, este fin de semana será el fin del mundo.

Otra vez.

Hay infinitas versiones pero las posibilidades no pasan de tres: todo sigue igual, algo cambia (¿pero acaso no cambia algo siempre, a cada segundo?) o todo termina.

Yo elijo ns/nc.

 

*

 

La psicosis está instalada. Es fácil captarlo. Es una sensación contagiosa que repercute en las personas de maneras distintas. Algunos van por la calle con la mirada perdida, apagada. Otros observan todo con movimientos nerviosos, como un animal que intuye la presencia de un depredador oculto. Las miradas dicen mucho, aunque no les prestemos atención: solemos fijarnos en la ropa, el peinado, los movimientos de los demás, oír sus palabras esperando que nos comuniquen algo, pero pocas cosas transmiten tanta información como los ojos.

Sólo los extremos son significativos: el asombro de la primera mirada y la nostalgia anticipada de aquella que se presume la última. Algunos observan los árboles, las calles, las personas que pertenecen a su vida diaria, con ojos abiertos al máximo, intentando agotarlos, grabar en la memoria cada detalle, cada ángulo, arruga o asimetría. Otros viven en un estado de despedida continuo. Para estas personas con nostalgia anticipada en los ojos, cada día es un paso más en el proceso funerario del planeta, un funeral en vida extendido hasta lo absurdo.

Yo veo el mundo a través de ojos poseídos por futuros posibles, lo capto como podrían verse dentro de una semana, si lo peor llega a pasar: me entregan un paquete de pan lactal o una botella de cerveza y en lugar de la mano que sostiene el producto veo falanges descarnadas, la extremidad superior de un esqueleto. Cuando levanto la vista, frente a mí hay dos esqueletos charlando. Uno de ellos saca de la nada su tarjeta de crédito con dedos huesudos.

Miro hacia arriba y no veo un techo de vigas y machimbre sino paredes inconclusas, que ascienden para culminar en la nada y dejan ver un cielo azul límpido con nubes en tránsito veloz. Una casa que nunca fue terminada o una casa cuyo techo arrancó un temporal ya apaciguado. Me provoca una sensación de libertad: ya no estoy dentro de una caja hermética, hay una salida, aunque sólo sea hacia arriba.

El fin del mundo también puede ser una vía de escape, la rotura de un muro asfixiante.

O puede ser sólo el fin.

 

*

 

Si tuviera que definir con una palabra el estado emocional reinante, esa palabra sería futilidad. Así debe sentirse un enfermo desahuciado al que le han dado una semana de vida; porque con un par de semanas o de meses podés hacer algo, poner tus asuntos en orden, corregir rumbos, cerrar ciclos, decir verdades, pero no es mucho lo que puede hacerse en una semana. La falta de tiempo paraliza. Entonces, cada acto, cada idea, se enfrenta a una pregunta potencialmente paralizante: “¿para qué?”.

¿Para qué respirar, comer, trabajar, mirar noticieros, informarse? ¿Para qué aprender cosas nuevas, estar al tanto de los avances científicos, de las fluctuaciones de la bolsa?

“Por las dudas”.

Por las dudas de que otra vez se hayan equivocado y después del domingo siga habiendo un mundo. Por las dudas de que el mundo siga siendo esta estructura pluridimensional hecha de política, economía, reglas sociales, obligaciones y permisos. Comemos por las dudas, respiramos por las dudas, seguimos practicando las pequeñas cortesías diarias que hacen soportable la vida en sociedad por las dudas. Sin convicción real, sin la energía necesaria, como autómatas con las baterías descargadas.

Hay que ejercitar un olvido adrede, limitarse a las decisiones y los movimientos más elementales, de los que depende nuestro bienestar más inmediato y ramplón, dejarse ganar por la inercia: hacer las cosas sin que importe el resultado. Una pizca de sabiduría zen que sólo puede darnos la consciencia del final inminente.

 

*

 

En la Caja 3 un hombre apoya ambos codos sobre un verdadero carrito de supervivencia: velas, fósforos, pilas y baterías, una linterna, latas de conservas, bidones de seis litros de agua, bebidas, jugo en sobre, chocolate, barras de cereal, rollos de cocina y papel higiénico, fruta casi verde, leche larga vida.

Está bien. Hay algo de esperanza en creerse por anticipado un sobreviviente. Si es el fin de todo y de todos, cualquier artículo resulta irrelevante. Pero si sólo es el fin de la civilización como la conocemos, de las comodidades y los electrodomésticos, y algunas personas pueden sobrevivir, entonces deben acapararse herramientas, armas, medicamentos, ropa, alimentos que puedan consumirse directo de la lata, frutas, verduras. Pero no todos lo dimensionan. Veo a gente comprar paquetes de fideos, kilos de arroz, y no comprenden que no tendrán agua ni gas para cocinarlos. Otros llevan mucha carne aunque las heladeras que deberían preservarla del calor serán simples armarios de plástico sin más utilidad que el almacenamiento.

Pasa otro turista: anteojos oscuros, piel enrojecida en cuello y hombros, la cara llena de crema, pantalones cortos sobre piernas blanquecinas. Es un creyente aunque no lleva un carrito de supervivencia. Lo acompañan su mujer y dos hijos pequeños y supongo que por eso llenó el carro con los productos habituales. Pero sus ojos lo delatan. Esa mirada infinita de tan profunda, esa pupila como un salvavidas perdido en medio del oleaje. Lo más revelador, sin embargo, es la satisfacción delictiva en su sonrisa al pagar con tarjeta de crédito, pensando que si cae el sistema económico mundial sus últimas compras serán un regalo. Tal vez pretenda utilizar la tarjeta hasta el  límite y guardar el dinero en efectivo, aunque en el caso de un colapso total de los sistemas económicos y políticos, un billete será un papelito pintado.

Hay mucha gente así, despierta pero a medias: el miedo al cambio, al desastre, les impide avanzar en las posibilidades porque en el extremo está la nada.

Estoy seguro de que esa actitud es la que llevó al dueño del videoclub a liquidar todas sus películas: prefiere tener los bolsillos llenos antes que un local repleto de plásticos circulares carentes de cualquier utilidad.

 

*

 

Hay disparos en la ferretería, cruzando la avenida. Cuento seis en la primera andanada.

Siete. Ocho.

Después el noveno, solitario y definitivo.

Después silencio.

Una de tantas realizaciones de la psicosis: matarse. No lo entiendo: si el fin temido es la muerte, ¿cómo se la evita a través del suicidio? ¿Cómo se burla a la muerte muriendo?

No se trata de un hecho aislado: es el tercer episodio en lo que va de la semana. Antes sucedió en una zapatería y en un restaurante. El mismo modus operandi, los mismos resultados: los suicidas desesperados no se conforman con su propia muerte y asesinan a otros antes de destinarse el tiro del final.

Tal vez ocurra algo parecido en el supermercado en estos días que quedan, pero de ser así, el revólver estará en las manos de otro, no en las mías. Yo voy a esperar el final, voy a mirarlo de frente en el mismo instante en que llegue.

 

*

 

El tiroteo de hoy, en el videoclub, confirmó mi hipótesis: las rebajas son un cebo, los dueños se aseguran de tener el local repleto al momento de la matanza. No sólo quieren llevarse a otros consigo sino que quieren llevarse a la mayor cantidad de gente posible. Como los faraones egipcios y los emperadores orientales, desean atravesar las puertas de la muerte rodeados de una moultitud que les conceda privilegios en el más allá.

 

*

 

Hoy es el día.

El horario del fin del mundo no ha sido anunciado. Las profecías nunca son tan precisas, son vagas redes de enunciados que deben llenarse con miedos o especulaciones para cobrar sentido. Pero no creo que el final venga de noche. Como en un gran espectáculo teatral, aquello que nos lleve a la perdición querrá ser visto mientras lo hace, querrá la luz de un gran reflector, la luz del sol de pleno verano.

Al despertar, abro las persianas con parsimonia expectante y tal vez sobreactuada. Afuera todo sigue en su lugar. Me visto, preparo el termo y el mate y salgo hacia la playa. Dejo el celular en casa. No avisé en el trabajo que voy a faltar y no quiero que sus llamadas me distraigan. Siento en mi cara el aire húmedo que proviene del interior desolado, inhabitado, del océano, y recoge en su camino la sal y el aroma del oleaje.

Estoy seguro de algo: el final vendrá desde las aguas, desde las profundidades. Como un círculo que se completa, la vida proviene del mar y del mar surgirá la muerte, la Muerte con mayúscula, autoconsciente, con un nombre que la singularice y la defina.

 

*

 

Camino por la playa intentando observar algo fuera de lo común. Sólo veo gente, nubes, olas. Algunos locos en parapente, con ventiladores gigantes en la espalda, planean sobre las personas que toman el sol, pero no hay peligros mayores.

Cuando el sol al fin cae, después de una tarde adorable que no pude disfrutar, empiezo a alejarme, confuso, defraudado y lleno de alivio: con una rabia agradecida por la agonía emocional inútil, desperdiciada, anticipando ese final que no llegó. No me decido a llorar de manera franca, aunque en mi rostro todo lo anuncia, porque no entiendo qué motivo puro habría detrás de ese llanto.

Llegando al límite de la playa, señalado por una franja de caracoles, una ráfaga de viento caliente me golpea la espalda con violencia y mi cuerpo se dobla casi en ángulo recto. Dura un segundo, pero al erguirme de nuevo algo ha cambiado: una efusión malsana, un aliento de maldad inmaculada, tocó mi piel como un líquido venenoso, penetró en mi carne y alcanzó mi espíritu agitando visiones de pesadilla que susurran palabras en un idioma olvidado. Ahora sí, lloro, porque conozco el motivo de mi llanto.

Giro, mecánicamente, en busca de la visión final. Un domo de carne oscura se eleva, tan gigantesco que la distancia no atenúa su monstruosa dimensión. Uno a cada lado, ascienden dos montes puntiagudos, cartilaginosos; sus cimas se cierran en triángulos blanquecinos, como uñas de una garra. Ojos de un fuego apagado, del tamaño de una ciudad, observan con desdén a los diminutos seres vivos que entran en su rango de visión. El agua que cae de su cabeza ovalada suena como el eco de todas las cataratas del mundo azotándose juntas.

Cuando sus ojos altivos han emergido completamente, espero ver su boca. Labios, dientes, tal vez una lengua bífida asomando de una sonrisa reptiliana. Pero sólo hay tentáculos.

 

***

 

* CARRASCO FERNANDO CARRASCO nació en 1978. Ha publicado en las antologías Territorio Literario (Educo, 2004), Desorbitados: poetas novísimos del sur de la Argentina (FNA, 2009), Plumas al viento: Brevedades escritas desde la Patagonia (Casa de las leyes, 2013), Antología de Poesía de la Región Patagonia (CFI, 2014), Armando Bard@ (Ediciones con doble ZZ, 2016), Por senderos no pisados: Antología de joven poesía rionegrina (FER, 2019). Ha publicado los libros de poesía Monocromático (Libros Celebrios/Ediciones Graffiti, 2004/2017), El crimen sí paga (Libros Celebrios/Ediciones Graffiti, 2005/2017), Control remoto universal (Espacio Hudson, 2017), Culpen a los aplausos (Ediciones con doble ZZ, 2020) y Origamo (Ediciones Graffiti. 2022), la novela Hijos de dios (Vela al viento, 2018) y el libro infantil Las teorías de Santi (CEDIE, 2019). Además de prosa y poesía, escribe guiones para historieta y colabora con revistas de difusión cultural.

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